Lección IV: Moral cívica y Definición de estado
Hemos estudiado sucesivamente las
reglas morales y jurídicas que se aplican a las relaciones del individuo
consigo mismo, con el grupo familiar, con el grupo profesional. Hemos de
estudiarlas ahora en las relaciones que el individuo mantiene con otro grupo,
más extenso que los precedentes, el más extenso de todos los constituidos
actualmente, a saber, el grupo político. El conjunto de las reglas sancionadas
que determinan lo que deben ser estas relaciones forma lo que se llama la moral
cívica. Pero antes de comenzar el estudio, es importante definir lo que se debe
entender por sociedad política. Un elemento esencial que entra en la noción de
todo grupo político es la oposición de gobernantes y gobernados, de las
autoridades y de aquellos que quedan sometidos a ella. Es muy posible que en el
origen de la evolución social, esta distinción no haya existido; la hipótesis
es tanto más verosímil cuanto encontramos sociedades en las que dicha
distinción está muy débilmente señalada. Pero, en todo caso, las sociedades
donde se la observa, no pueden ser confundidas con aquellas donde hace falta.
Unas y otras constituyen dos especies diferentes que deben ser designadas
mediante palabras distintas, y es a las primeras a las cuales debe reservarse
la calificación de políticas. Pues si esta expresión tiene un sentido, quiere
decir, ante todo, organización, aunque rudimentaria, constitución de un poder,
estable o intermitente, débil o fuerte, cuya acción, cualquiera que sea, sufren
los individuos. Pero un poder de este tipo se encuentra en otra parte también,
y no sólo en las sociedades políticas. La familia tiene un jefe cuyos poderes
son a veces absolutos, otras restringidos por los de un consejo doméstico. Se
ha comparado frecuentemente la familia patriarcal de los romanos a un pequeño
Estado, y si, como veremos más adelante, la expresión no está justificada, será
difícil de aprehender si la sociedad política se caracterizaba únicamente por
la presencia de una organización gubernamental. Es, pues, necesaria otra
característica. Se ha creído encontrarla en las relaciones particularmente
estrechas que vinculan toda sociedad política al lugar que ocupa. Hay, se dice,
una relación permanente entre toda nación y un territorio dado. “El Estado,
dice Bluntschli, debe tener su dominio; la nación exige el país.” (p. 12) Pero
la familia no está menos ligada, al menos en un gran número de pueblos, a una
porción determinada de suelo: también ella tiene su dominio, del cual es
inseparable, porque éste es inalienable. Hemos visto claramente que,
a veces, el patrimonio inmobiliario era verdaderamente el alma de la
familia; es esto lo que hace la unidad y la perennidad de la misma; éste era el
centro alrededor del cual gravitaba la vida doméstica. En ninguna parte el
territorio político desempeña papel más considerable que en las sociedades
políticas. Agreguemos, por otra parte, que esta importancia capital unida
al territorio nacional es de fecha relativamente reciente. En principio, parece
muy arbitrario negar todo carácter político a las grandes sociedades nómades
cuya organización es a veces muy sabia. Por otra parte, en otras ocasiones, se consideraba
el número de ciudadanos, y no el territorio, como elemento esencial de los
Estados. Anexarse un Estado no era anexarse el país, sino a los habitantes
que lo ocupaban, incorporándoselos. Inversamente, se veía a los vencedores
establecerse entre los vencidos, sobre sus dominios, sin perder por esto su
unidad y su personalidad política. Durante los primeros tiempos de nuestra
historia, la capital, es decir el centro de gravedad territorial de la
sociedad, era de movilidad extrema. No hace mucho tiempo que los pueblos se
convirtieron hasta este punto en solidarios con su medio, de lo que se podría
llamar su expresión geográfica. Actualmente, Francia no es sólo una masa de
individuos que hablan tal lengua, que observan tal derecho, etc...: es
esencialmente tal porción determinada de Europa. Aunque todos los alsacianos,
en 1870, hubieran optado por la nacionalidad francesa, habría habido que considerar
a Francia como mutilada o disminuida por el solo hecho de que se hubiera
abandonado a una potencia extranjera una parte determinada de su suelo. Pero
esta identificación de la sociedad con su territorio no es producto sino de las
sociedades más avanzadas. Sin duda se debe a causas numerosas, al valor social
más alto que tiene el suelo, quizá también la importancia relativamente grande
que el lazo geográfico ha adquirido, cuando otros vínculos sociales, de tipo
más moral, han perdido su fuerza. La sociedad de cuyos miembros somos, es, cada
vez más para nosotros, un territorio definido, desde que la misma no es más
esencialmente una religión, un cuerpo de tradiciones que le son propias, o el
culto de una dinastía particular. Descartado el territorio, parece que se puede
encontrar una característica de la sociedad política en la importancia numérica
de la población. Es cierto que en general no se da este nombre a grupos sociales
que comprenden un número muy reducido de individuos. Pero tal línea de
demarcación sería singularmente vacilante, pues, ¿a partir de qué momento una
aglomeración humana es tan considerable como para ser clasificada dentro de los
grupos políticos? Según Rousseau, bastaba con diez mil hombres; Bluntschli
juzga esta cifra muy pequeña. Ambas estimaciones son igualmente arbitrarias. Un
departamento francés contiene a veces más habitantes que varias ciudades de
Grecia o de Italia. Cada una de estas ciudades constituyen sin embargo un
Estado, mientras que un departamento no tiene derecho a esta denominación. No
obstante, tocamos aquí un rasgo distintivo. Sin duda, no se puede decir que una
sociedad política se distinga de los grupos familiares o profesionales porque
es más numerosa, pues el efectivo de las familias puede ser considerable, en
ciertos casos, y el efectivo de los Estados muy reducido. Pero lo que es verdad
es que no hay sociedad política que no contenga en su seno una pluralidad de
familias distintas o de grupos profesionales distintos, o unos y otros a la
vez. Si se redujera a una sociedad doméstica, se confundiría con ésta, y sería
una sociedad doméstica; pero desde el momento en que está formada por un cierto
número de sociedades domésticas, el agregado formado de esta manera es otra cosa
distinta a cada uno de sus elementos. Es algo nuevo, que debe ser designado por
una palabra distinta. Así, la sociedad política no se confunde con ningún grupo
profesional, con ninguna casta, si hay casta, sino que es siempre un conjunto
de profesiones diversas o de castas diversas, como de familias diferentes. Más
generalmente, cuando una sociedad está formada por una reunión de grupos secundarios,
de naturaleza diferente, sin ser ella misma un grupo secundario relacionado a
una sociedad más vasta, constituye una entidad social de una especie distinta: la sociedad política que definiremos: una
sociedad formada por la reunión de un número más o menos considerable de grupos
sociales secundarios, sometidos a una misma autoridad, que no depende de
ninguna autoridad superior regularmente constituida. Así, y el hecho
merece ser observado, las sociedades políticas se caracterizan en parte por la
existencia de grupos secundarios. Ya Montesquieu notaba esto cuando decía
de la forma social que le parecía la más altamente organizada, la monarquía,
que implicaba: “poderes intermedios, subordinados y dependientes” (II, p.
4). Se ve la importancia de los grupos secundarios de los cuales hemos hablado hasta
el presente. Éstos no son sólo necesarios para la administración de los
intereses particulares, domésticos, profesionales, que envuelven y que son su
razón de ser; son también la condición fundamental de toda organización más
elevada. Por grande que sea el antagonismo que tengan con este grupo social que
está encargado de la autoridad soberana, y que se llama más especialmente
Estado, éste supone su existencia, no existe más que donde aquellos existen.
Nada de grupos secundarios, nada de autoridad política, o, al menos, nada de
autoridad que pueda, sin impropiedad, ser llamada con este nombre. De donde
viene esta solidaridad que une a estos dos tipos de agrupamientos, es lo
que veremos más tarde. Por ahora, nos basta con verificarla. (…) Las
partes no se organizaron primero para formar un todo organizado luego a su
imagen, sino que el todo y las partes se organizaron al mismo tiempo. Otra
consecuencia de lo que precede es que las sociedades políticas implican la
existencia de una autoridad, y como esta autoridad no aparece sino allí donde
las sociedades comprenden en sí mismas una pluralidad de sociedades
elementales, las sociedades políticas son, necesariamente, policelulares o
polisegmentares. Esto no quiere decir que nunca hubo sociedades compuestas de
un solo y único segmento, sino que éstas constituyen otra especie, no son
políticas. (…)Al contrario, en la medida en que está subordinado a algún órgano
superior a él, es un simple grupo secundario, parcial, análogo a un distrito, a
una provincia, a un clan o a una casta. Deja de ser un todo para aparecer sólo como
una parte. Nuestra definición no establece, pues, entre las sociedades
políticas y las otras, una línea de demarcación absoluta; pero es que no la
hay, y no podría haberla. Al contrario, la serie de cosas es continua. Las
sociedades políticas superiores están formadas por el agregado lento de
sociedades políticas inferiores; hay, pues, momentos de transición en los
cuales, guardando algo de su naturaleza original, éstas comienzan, sin embargo,
a convertirse en otra cosa, a desarrollar caracteres nuevos, en los cuales, por
consiguiente, su condición es ambigua. Lo esencial no es señalar una solución
de continuidad donde no la hay, sino percibir los rasgos específicos que
definen a las sociedades políticas y que, según estén más o menos presentes,
hacen que estas últimas merezcan más o menos francamente esta
calificación. Ahora que sabemos por qué signos se reconoce una sociedad
política, veamos en qué consiste la moral que se le vincula. De la definición
misma que precede, resulta que las reglas esenciales de esta moral son las que
determinan las relaciones de los individuos con esta autoridad soberana a cuya
acción están sometidos. Como es necesaria una palabra para designar el grupo
especial de funcionarios que están encargados de representar esta autoridad,
convendremos en reservar para este uso la palabra Estado. Sin duda, es muy
frecuente que se llame Estado no a un órgano gubernamental, sino a la sociedad política
en su conjunto, al pueblo gobernado y su gobierno tomado como totalidad, y
hemos empleado el término en este sentido. Es así como se habla de los Estados
europeos, como se dice de Francia que es un Estado. Pero como es bueno tener
términos especiales para realidades tan diferentes como la sociedad y uno de sus
órganos, llamaremos más especialmente Estado a los agentes de la autoridad soberana,
y sociedad política al grupo complejo cuyo órgano eminente es el Estado. Visto
esto, los principales deberes de la moral cívica son, evidentemente, los que
los ciudadanos tienen hacia el Estado, y, recíprocamente, los que el Estado
tiene hacia los individuos. Para comprender cuáles son estos deberes, es
importante, ante todo, determinar la naturaleza y la función del Estado. Puede
parecer, es verdad, que ya hemos respondido a la primera de las dos preguntas,
y que la naturaleza del Estado ha sido definida al mismo tiempo que la sociedad
política. ¿El Estado no es acaso la autoridad superior a la cual se somete toda
la sociedad política en su conjunto? Pero en realidad, esta palabra autoridad
es muy vaga, y es necesario que se la precise. ¿Dónde comienza y dónde termina
el grupo de funcionarios investidos de esta autoridad y que constituye
propiamente dicho el Estado? La pregunta es tanto más necesaria cuanto la
lengua corriente comete sobre este tema muchas confusiones. Se dice todos los
días que los servicios públicos son servicios del Estado; justicia, ejército,
iglesia, donde la iglesia es nacional, pasan por formar parte del Estado. Pero
no se debe confundir con el Estado mismo a los órganos secundarios que reciben
más inmediatamente su acción, y que no son, en relación con éste, más que
órganos de ejecución. Al menos, el grupo o los grupos especiales -pues el Estado
es complejo- a los cuales están subordinados estos grupos secundarios llamados
más especialmente las administraciones, deben ser distinguidos de éste. La
característica de los primeros es que, por sí mismos, tienen la capacidad para
pensar y actuar en lugar de la sociedad. Las representaciones, como las resoluciones
que se elaboran en este medio especial, son natural y necesariamente
colectivas. Sin duda, hay representaciones y decisiones colectivas fuera de las
formadas de este modo. En toda sociedad hay o hubo mitos, dogmas, si la
sociedad política es al mismo tiempo una iglesia, o tradiciones históricas,
morales, que constituyen representaciones comunes a todos sus miembros, y que
no son la obra especial de algún órgano determinado. Asimismo, hay en cada momento
corrientes sociales que llevan a la colectividad en tal o cual sentido
determinado, y que no emanan del Estado. Muy frecuentemente, el Estado
experimenta su presión, más bien que darle impulso. Hay así toda una vida
psíquica que está difusa en la sociedad. Pero hay otra que tiene por sede especial
el órgano gubernamental. Es allí donde se elabora, y si influye sobre el resto
de la sociedad no es más que secundariamente y de modo de repercusión. Cuando
el Parlamento vota una ley, cuando el gobierno toma una decisión en los límites
de su competencia, uno u otro paso depende sin duda del estado general de la
sociedad; el Parlamento y el gobierno están en contacto con las masas de la
nación, y las impresiones diversas que se desprenden para éstos de dicho
contacto contribuyen a determinarlos en tal o cual sentido. Pero si hay un
factor de su determinación que está situado fuera de ellos, no es menos cierto
que son ellos quienes toman esta determinación, que, ante todo, tal
determinación expresa el medio particular donde nace. Es así como,
frecuentemente haya hasta una discordancia entre este medio y el conjunto de la
nación, y que las resoluciones gubernamentales, los votos parlamentarios, aun siendo
valiosos para la comunidad, no corresponden al estado de esta última. Hay,
pues, una vida psíquica colectiva, pero esta vida no está difusa a todo lo
largo del cuerpo social; aun siendo colectiva, está localizada en un órgano
determinado. Y esta localización no proviene de una simple concentración en un
punto determinado de una vida que tiene orígenes fuera de este punto. Es en
parte en este
mismo punto donde nace. Cuando el
Estado piensa y se decide, no se debe decir que es la sociedad la que piensa y
se decide por él, sino que éste piensa y se decide por ella. No es éste un
simple instrumento de canalizaciones y concentraciones. Es, en cierto sentido,
el centro organizador de los grupos mismos. He aquí lo que define al Estado. Es un grupo de funcionarios sui
generis, en el seno del cual se elaboran representaciones y voliciones que
comprometen a la colectividad, aunque no sean obra de la colectividad. No es
exacto decir que el Estado encarna la conciencia colectiva, pues ésta lo
desborda por todos lados. Ésta es difusa en gran medida; hay, en cada
instante, multitudes de sentimientos sociales, de estados sociales de todo tipo
de los cuales el Estado no percibe más que el hecho debilitado. El Estado no es
la sede no más que de una conciencia especial, restringida, pero más alta, más
clara, que tiene de sí misma un sentimiento muy vivo. Nada tan oscuro e
indeciso como estas representaciones colectivas que se hallan esparcidas por
todas las sociedades: mitos, leyendas religiosas o morales, etc.... No sabemos
ni de dónde vienen, no adónde tienden; no las hemos pensado. Las representaciones
provenientes del Estado son siempre más conscientes de sí mismas, de sus causas
y de sus objetivos. Están concertadas de una manera menos subterránea. El
agente colectivo que las vincula advierte mejor lo que hace. No quiere decir
esto que no haya, frecuentemente, oscuridad. El Estado, como el individuo, se
equivoca a menudo sobre los motivos que lo determinan, pero aunque sus determinaciones
estén o no mal motivadas, lo esencial es, que estén en cierto grado motivadas.
Hay siempre, o generalmente, al menos, una apariencia de deliberación, una
aprehensión del conjunto de las circunstancias que necesitan la resolución, y
el órgano interior del Estado está precisamente destinado a realizar estas
deliberaciones. De allí los consejos, las asambleas, los discursos, los
reglamentos, que obligan a estas representaciones a elaborarse sólo con una
cierta lentitud. Podemos, pues, resumir diciendo: el Estado es un órgano especial encargado de elaborar ciertas
representaciones que tienen valor para la colectividad. Estas
representaciones se distinguen de las otras representaciones colectivas por su
mayor grado de conciencia y reflexión. Será sorprendente, quizá, ver
excluida de nuestra definición toda idea de acción, de ejecución, de realización
fuera. ¿No decimos, acaso, corrientemente, de esta parte del Estado, al menos
de la llamada más especialmente gobierno, que contiene el poder ejecutivo? Pero
la expresión es totalmente impropia: el Estado no ejecuta nada. El Consejo de
ministros, el príncipe, así como el Parlamento, obran sólo por sí mismos; ellos
dan las órdenes para que se actúe. Combinan ideas, sentimientos, deducen
resoluciones, transmiten estas resoluciones a otros órganos, que las ejecutan;
pero allí acaba su papel. A este respecto, no hay diferencia entre el
Parlamento o los consejos deliberativos de todo tipo de los cuales se pueden
rodear el príncipe, el jefe de Estado y el gobierno propiamente dicho, el poder
llamado ejecutivo. Se dice de este último que es ejecutivo porque está más
cerca de los órganos de ejecución; pero no se confunde con ellos. Toda la vida
del Estado propiamente dicho transcurre no en acciones exteriores, en
movimientos, sino en deliberaciones, es decir, en representaciones. Los movimientos
pertenecen a otros, a las administraciones de todo tipo que están encargadas de
ello. Se ve la diferencia existente entre éstas y el Estado; esta diferencia es
igualmente la que separa el sistema muscular del sistema nervioso central. El Estado es, hablando rigurosamente, el
órgano mismo del pensamiento social. En las condiciones presentes, este
pensamiento está vuelto hacia un fin práctico y no especulativo. El
Estado, al menos en general, no piensa por pensar, para construir sistemas de
doctrinas, sino para dirigir la conducta colectiva. No por eso deja de ser
cierto que su función esencial es la de pensar.
Pero ¿hacia dónde se dirige este
pensamiento? Dicho de otra manera, ¿qué
fin persigue normalmente y, por consecuencia, debe perseguir el Estado, en las
condiciones sociales en las que estamos actualmente ubicados? Éste es el problema
que nos queda por resolver, y sólo cuando sea resuelto nos será posible comprender
los deberes respectivos de los ciudadanos hacia el Estado y recíprocamente.
Ahora bien, a este problema se le dieron corrientemente dos soluciones contrarias.
Existe, primeramente, una solución llamada individualista,
tal como fue expuesta y defendida por Spencer y los economistas por una parte,
y por Kant, Rousseau y la escuela espiritualista por la otra. La sociedad,
dicen, tiene por objeto el individuo, sólo por el hecho de que es todo lo que
hay de real en la sociedad. No siendo ésta sino un agregado de individuos, no
puede tener otro fin que el desarrollo de los individuos. Y, en efecto, por el
hecho de la asociación, hace más productiva la actividad humana en el orden de
las ciencias, de las artes y de la industria; y el individuo, encontrando a su
disposición, gracias a una gran producción, una alimentación intelectual,
material y moral más abundante, se extiende y se desarrolla. Pero el Estado por
sí mismo no es productor. No añade nada, y nada puede agregar a estas riquezas
de todo tipo que acumula la sociedad y con las cuales el individuo se
beneficia. ¿Cuál será su papel, pues? El de prevenir ciertos malos efectos de
la asociación. El individuo por sí mismo, tiene, al nacer, ciertos derechos,
por el solo hecho de existir. Es, dice Spencer, un ser viviente y por ello
tiene el derecho de vivir, de no ser incomodado por ningún otro individuo
en el funcionamiento regular de sus órganos. Es, dice Kant, una personalidad
moral, y por eso mismo, está investido de un carácter especial que hace de él
un objeto de respeto, tanto en su estado civil como en su estado llamado
natural. Ahora bien, estos derechos congénitos, se los entienda como se los
entienda o se los explique, están conformados en ciertos aspectos por la
asociación. El prójimo, en las relaciones que tiene conmigo, por el solo hecho de
que estamos en contacto social, puede amenazar mi existencia, molestar el juego
regular de mis fuerzas vitales, o, para hablar en el lenguaje de Kant, faltar
al respeto que me debe, violar en mí los derechos del ser moral que yo soy. Es
necesario, pues, un órgano que esté destinado a la tarea especial de velar por
el mantenimiento de estos derechos individuales; pues si la sociedad puede y
debe agregar algo a lo que yo tengo naturalmente y antes de toda institución
social de estos derechos, debe primeramente impedir que éstos sean tocados; de
otra manera, no tiene razón de ser. Existe un mínimo al cual la sociedad no
debe considerar, pero por debajo del cual no debe permitir que se descienda, aunque
nos ofrezca en su lugar un lujo que no tendrá valor si lo necesario nos falta
en su totalidad o en parte. Es por esto que tantos teóricos, pertenecientes a
las más diversas escuelas, han creído necesario limitar las atribuciones del
Estado a la administración de una justicia totalmente negativa. Su papel debería
reducirse cada vez más a impedir las usurpaciones ilegítimas de los individuos,
a mantenerle intacta a cada uno de ellos la esfera a la cual tiene derecho, por
el hecho de ser lo que se es. Sin duda, ellos saben que en realidad las
funciones del Estado han sido en el pasado mucho más numerosas. Pero atribuyen
esta multiplicidad de funciones a las condiciones particulares en las cuales
viven las sociedades que no han llegado a un grado suficientemente alto de
civilización. El estado de guerra es allí crónico, siempre muy frecuente. Ahora
bien, la guerra obliga a dejar de lado los derechos individuales. Necesita una
disciplina muy fuerte, y esta disciplina, a su turno, supone un poder
fuertemente constituido. De allí proviene la autoridad soberana de la cual los
Estados están tan frecuentemente investidos, en relación con los particulares.
En virtud de esta autoridad, el Estado interviene en dominios que, por
naturaleza, deberían serle extraños. Reglamenta las creencias, la industria,
etc.... Pero esta extensión abusiva de su influencia no puede justificarse más
que en la medida en que la guerra tiene un papel importante en la vida de los
pueblos. Cuanto más desaparece ésta, cuanto más rara se vuelve, más es posible
y necesario desarmar al Estado. Como la guerra no ha desaparecido ahora por
completo, como hay todavía rivalidades internacionales que temer, el Estado
debe, en cierta medida, guardar actualmente algunas de sus atribuciones
antiguas. Pero esto no es más que una supervivencia más o menos anormal, cuyos
últimos rasgos están destinados a desaparecer progresivamente.
En el punto del curso al que
hemos llegado, no es necesario refutar
en detalle esta teoría. Está, en principio, en contradicción manifiesta con los
hechos. Cuanto más se avanza en la historia, más se observa la
multiplicación de las funciones del Estado, al mismo tiempo que se convierten
en más importante, y este desarrollo de las funciones se hace sensible
materialmente por el desarrollo paralelo del órgano. Qué distancia hay entre lo
que es el órgano gubernamental en una sociedad como la nuestra y lo que era en
Roma o en una tribu de pieles rojas. Aquí, una multitud de ministerios con
engranajes diversos, junto a grandes asambleas cuya organización tiene una
complejidad extrema, y por encima, el jefe de Estado con sus servicios
especiales. Allá, un príncipe o algunos magistrados, consejos asistidos por
secretarios. El cerebro social, como el cerebro humano, ha crecido con el curso
de la evolución. Y, sin embargo, la guerra, durante este tiempo, abstracción
hecha de algunas regresiones pasajeras, se ha convertido, paulatinamente, en
más intermitente y rara. Habría que considerar este desarrollo progresivo
del Estado, esta extensión ininterrumpida de sus atribuciones, de la parte
administración de justicia, como radicalmente anormal; pero dadas la
continuidad, la regularidad de esta extensión, a lo largo de toda la historia,
tal hipótesis es insostenible. (…)Sería mejor método, quizá, el considerar como
algo regular normal una tendencia tan universalmente irresistible, con la
reserva, claro está, de excesos y abusos particulares, pasajeros, que no se
pretende negar.
Descartada esta doctrina, nos queda, pues, por decir que el Estado
tiene otros fines, otro papel por cumplir que el de velar por el respeto de los
derechos individuales. Pero entonces, nos arriesgamos a encontrarnos frente a
la solución contraria a la que acabamos de examinar, la solución que
llamaría de buena gana solución mística,
de la cual las teorías sociales de Hegel nos han dado su expresión más sistemática
en ciertos aspectos. Desde este punto de vista, se dice que cada sociedad tiene
un fin superior a los fines individuales, sin relación con estos últimos y que
el papel del Estado es el de proseguir la realización de este fin
verdaderamente social, debiendo ser el individuo un instrumento cuyo papel es
ejecutar estos designios que él no ha hecho y que no le conciernen. Debe
trabajar por la gloria de la sociedad, por la grandeza de la sociedad, por la
riqueza de la sociedad, y debe sentirse pagado por sus esfuerzos por el solo
hecho de que, como miembro de esta sociedad, participa en cierto modo de estos
bienes que contribuye a conquistar. Recibe una parte de los rayos de esta
gloria, un reflejo de esta grandeza llega hasta él y esto es suficiente para
interesarlo por los fines que lo trascienden. Esta tesis merece tanto más
nuestra detención cuanto que no posee sólo un interés especulativo e histórico,
sino que, aprovechando la confusión en que se hallan actualmente las ideas, está
empezando una especie de renacimiento: renunciando al culto del individuo que
bastaba a nuestros padres, se trata de restaurar bajo una forma nueva el culto
de la ciudad
Lección V: "Moral Cívica. Relación del Estado con
el individuo"
Sin duda, tal ha sido realmente,
en un gran número de sociedades, la naturaleza de los objetivos perseguidos por
el Estado: acrecentar la potencia del Estado y hacer más glorioso su nombre;
tal era el único o el principal objetivo de la actividad pública. Los intereses
y las necesidades individuales no entraban en la cuenta. El carácter religioso
que tenía la política de las sociedades vuelve sensible esta indiferencia del
Estado respecto de lo individual. La suerte de los Estados y la de los dioses
adorados eran consideradas como estrechamente solidarias. Los primeros no
podían ser abatidos sin que el prestigio de los segundos quedara disminuido, y
recíprocamente. La religión pública y la moral cívica se confundían, no eran
sino aspectos de una misma realidad. Contribuir a la gloria de la ciudad era
contribuir a la gloria de los dioses de la ciudad, e inversamente. Ahora bien,
lo que caracteriza a los fenómenos de orden religioso es que éstos son de una
naturaleza completamente diversa de los fenómenos de orden humano. Dependen de
otro mundo. El individuo, como tal, pertenece al mundo profano; los dioses son
el centro mismo del mundo, hay un hiato. Los dioses están hechos de sustancias
distintas de los hombres, tienen otras ideas, otras necesidades, una existencia
diferente. Decir que los fines de la política eran religiosos y que los fines
religiosos eran políticos es decir que entre los fines del Estado y los que
perseguían los particulares en tanto particulares, había una solución de
continuidad. ¿Cómo, pues, el individuo podía dedicarse así a perseguir fines
que eran a tal punto extraños a sus preocupaciones privadas? Es que sus
preocupaciones privadas contaban relativamente poco para él; su personalidad y
todo lo que dependía de ella no tenía sino un débil valor moral. Sus ideas
personales, sus creencias personales, sus aspiraciones personales de todo tipo
pasaban por ser cantidades despreciables. Lo que tenía valor a los ojos de
todos eran las creencias colectivas, las aspiraciones colectivas, las
tradiciones comunes y los símbolos que las expresaban. En estas condiciones,
los individuos consentían espontáneamente y sin resistencia a someterse al
instrumento por el cual se realizaban los fines que no le concernían
directamente. Absorbido por la sociedad, seguía dócilmente los impulsos de la
misma y subordinaba su destino al destino del ser colectivo, sin que el
sacrificio le costara; pues su destino particular no tenía a sus ojos el
sentido y la gran importancia que le atribuimos nosotros en la actualidad. Y si
esto fue así, es porque era necesario que fuera así; las sociedades no podían
existir entonces más que por esta dependencia.
Pero cuanto más se avanza en la historia, más se observa el cambio de las cosas. Perdida al principio en el seno de la masa social, la personalidad individual se desprende de ella. El círculo de la vida individual, restringido al principio y poco respetado, se extiende y se convierte en el objeto eminente del respeto moral. El individuo adquiere derechos cada vez mayores de disponer de sí mismo, de las cosas que le son atribuidas, de hacerse en el mundo aquello que le parezca más conveniente, de desarrollar libremente su naturaleza. La guerra, limitando y disminuyendo su actividad, se convierte en el mal por excelencia. Imponiéndole un sufrimiento inmerecido, aparece cada vez más como la forma por excelencia de la falta moral. En estas condiciones, se contradice a sí mismo si se le exige la subordinación de otras épocas. No se puede hacer de él a la vez un dios, el dios por excelencia, y un instrumento entre las manos de los dioses. No se puede hacer de él el fin supremo y reducirlo a un papel de medio. Si él es la realidad moral, es él quien debe servir de norma a la conducta pública como a la conducta privada. El Estado debe tender a revelar su naturaleza. Se dirá que este culto del individuo es una superstición de la cual es necesario desembarazarse. Pero esto sería ir contra todas las enseñanzas de la historia; pues cuanto más se avanza, mayor es la dignidad de la persona. No hay ley mejor establecida. Es así como toda empresa que pretenda establecer las instituciones sociales sobre el principio opuesto, es irrealizable, y no puede tener más que éxito momentáneo. Pues no se puede hacer que las cosas sean de otra manera de lo que son; no se puede hacer que el individuo deje de convertirse en lo que es, es decir en un foco autónomo de actividad, un sistema que impone fuerzas personales cuya energía no puede ser destruida, así como tampoco las de las fuerzas cósmicas. Es tan imposible como transformar a tal punto nuestra atmósfera física en cuyo seno respiramos.
Pero entonces, ¿no acabamos en una insoluble antinomia? Por un lado, verificamos que el Estado se desarrolla más y más, por el otro, que los derechos individuales, que pasan por ser antagónicos con los del Estado, se desarrollan paralelamente. Si el órgano gubernamental adquiere proporciones cada vez más considerables, es porque su función se hace cada vez más importante, es que los fines que persigue, que responden a su propia actividad, se multiplican; y, con todo, negamos que puede perseguir otros fines que los que interesan al individuo. Ahora bien, éstos pasan, por definición, por ser una dependencia de la actividad individual. Si, como se supone, los derechos del individuo han sido dados con el individuo, el Estado no tiene que intervenir para constituirlos; aquellos no dependen de éste. Pero entonces, si no dependen de éste, si están fuera de su competencia, ¿cómo puede extenderse sin cesar el límite de su competencia, mientras el Estado debe comprender cada vez menos cosas extrañas al individuo?
El solo medio de superar la dificultad es negar el postulado según el cual los derechos del individuo han sido dados con el individuo, es admitir que la institución de estos derechos es la obra misma del Estado. En efecto, entonces todo se explica. Se comprende que las funciones del Estado se extienden sin que resulte por ello una disminución del individuo, o que el individuo se desarrolle sin que el Estado quede disminuido por esto, ya que el individuo sería, en ciertos aspectos, el producto mismo del Estado, ya que la actividad del Estado sería esencialmente la liberadora del individuo. Ahora bien, la historia autoriza, efectivamente, a admitir esta relación de causas y efectos entre la marcha del individualismo moral y la marcha del Estado, y esto surge con evidencia de los hechos. Salvo casos anormales, de los cuales tendremos oportunidad de hablar, cuanto más fuerte es el Estado más respetado es el individuo. Sabemos que el Estado ateniense estaba mucho menos fuertemente construido que el Estado romano, y es claro que el Estado romano, a su turno, sobre todo el Estado de la ciudad, era una organización rudimentaria al lado de nuestros grandes Estados centralizados. La concentración gubernamental tenía un adelanto distinto en la ciudad romana del de todas las ciudades griegas, y la unidad de Estado distintamente acentuada. Esto fue lo que tuvimos ocasión de establecer el año pasado. Un hecho entre otros hace sensible esta diferencia: el culto, en Roma, estaba en manos del Estado; en Atenas, era difuso entre una multitud de colegios sacerdotales. No se encuentra en Atenas nada que se parezca al cónsul romano, en las manos del cual se centralizaban todos los poderes gubernamentales. La administración ateniense estaba dispersa entre una multitud incoherente de funcionarios distintos. Cada uno de los grupos elementales formantes de la sociedad: clanes, fratrías, tribus, conservaba su autonomía mucho más que en Roma, donde fueron rápidamente absorbidos en la masa de la sociedad. En cuanto a la distancia en que se encuentran, en este aspecto, los Estados europeos en relación con los Estados griegos o italianos, es manifiesta. Ahora bien, el individualismo estaba diferentemente desarrollado en Roma que en Atenas. Este vivo sentimiento que se tenía en Roma del carácter respetable de la persona se expresaba en las fórmulas conocidas, donde se afirmaba la dignidad del ciudadano romano y en las libertades que eran lasa características jurídicas de la misma.
Este es uno de los puntos que Jhering ha contribuido a aclarar (II, p. 131). Asimismo, el punto de vista de la libertad del pensamiento. Pero, por considerable que sea el individualismo romano, es poca cosa al lado del que se ha desarrollado en el seno de las sociedades cristianas. El culto cristiano es un culto interior: está hecho de fe interior más que de prácticas materiales; ahora bien, la fe intensa escapa al control exterior. En Atenas, el desarrollo intelectual (científico, filosófico) fue mucho más considerable que en Roma. Pero la ciencia y la filosofía, la reflexión colectiva se considera que se desarrollan como el individualismo. Es cierto, en efecto, que éstas van unidas muy frecuentemente. Pero es un error suponer que esto sea necesario. En la India, el brahmanismo y el budismo han tenido una metafísica muy sabia y muy refinada; el culto budista reposa sobre toda una teoría del mundo. Las ciencias han sido muy desarrolladas en los templos egipcios. Se sabe, sin embargo, que en una y otra sociedad, el individualismo estaba casi completamente ausente. Esto prueba mejor que todo otro hecho el carácter panteísta de estas metafísicas y religiones de las cuales aquellas trataban de dar una especie de fórmula racional y sistemática. Pues la fe panteísta es imposible allí donde los individuos tiene un vivo sentimiento de su individualidad. Es así como las letras y la filosofía han sido muy practicadas en los monasterios del Medioevo. En efecto, la intensidad de la reflexión, en el individuo como en la sociedad, está en razón inversa respecto de la actividad práctica. Si, por alguna circunstancia, la actividad práctica se halla reducida por debajo del nivel normal en una parte de la sociedad, se desarrollan tanto más las energías intelectuales, tomando todo el lugar que les ha sido dejado libre de esta forma. Ahora bien, es el caso de los sacerdotes y monjes, sobre todo en las religiones contemplativas. Por otro lado, se sabe igualmente que la vida práctica de Atenas estaba reducida a poca cosa. Se vivía del ocio. En estas condiciones se produce un progreso considerable de la ciencia, de la filosofía, que, sin duda, una vez nacidas, pueden provocar un movimiento individualista, pero que no derivan de éste. Puede ocurrir, asimismo, que la reflexión desplegada de este modo no tenga tal consecuencia, que sea esencialmente conservadora. Se dedica, entonces, a hacer la teoría del estado de cosas existente, o bien a hacer su crítica. Tal es, ante todo, el carácter de la especulación sacerdotal, y la especulación griega mantuvo, durante mucho tiempo, esta misma disposición. Las teorías políticas y morales de Aristóteles y de Platón no hicieron sino reproducir sistemáticamente, una la organización de Esparta y la otra la de Atenas.
En fin, una última razón que impide medir el grado de individualismo de un país según el desarrollo que han alcanzado en él las facultades reflexivas, es que el individualismo no es una teoría, está en el orden de la práctica, no en el de la especulación. Para que sea él mismo, es necesario que afecte las costumbres, los órganos sociales, y a veces ocurre que se disipa enteramente, por así decir, en sueños especulativos, en lugar de penetrar lo real y de producir el cuerpo de prácticas y de instituciones que les sea adecuado. Se observa entonces que se producen sistemas que manifiestan aspiraciones sociales hacia un individualismo más desarrollado, pero que permanece en estado de deseo, porque las condiciones necesarias para que se realice están ausentes. ¿No es éste el caso de nuestro individualismo francés? Está expresado teóricamente en la Declaración de los Derechos del Hombre, aunque en forma exagerada; sin embargo, está lejos de hallarse arraigado profundamente en el país. La prueba de esto es la extrema facilidad con que muchas veces hemos aceptado, en el curso de este siglo, regímenes autoritarios, que se basaban en principios muy distintos. A pesar de la letra de nuestro código moral, los viejos hábitos persisten, más de lo que nosotros creemos, más de lo que nosotros quisiéramos. Porque para instituir una moral individualista, no es suficiente afirmarla, traducirla a bellos sistemas; es necesario que se disponga a la sociedad en forma tal que se haga posible y duradera esta constitución. De otra manera, la misma seguirá siendo difusa y doctrinaria.
Así, la historia parece probar que el Estado no ha sido creado y no tiene simplemente por función el impedir que el individuo sea turbado en el ejercicio de sus derechos naturales, sino que estos derechos han sido creados y organizados por el Estado, haciéndolos realidades. Y, en efecto, el hombre no es hombre más que por vivir en sociedad. Retirad del hombre lo que es de origen social, y no quedará más que un animal análogo a los otros animales. Es la sociedad quien lo ha elevado a este punto por encima de la naturaleza física, y ha logrado tal resultado porque la asociación, agrupando las fuerzas psíquicas individuales, las intensifica, las lleva a un grado de energía y de productividad superiores a las que podrían alcanzar si hubieran permanecido aisladas unas de otras. De tal modo surge una vida psíquica de un nuevo género, infinitamente más rica, más variada que aquella de la cual podría ser teatro el individuo solitario, y la vida así surgida, penetrando al individuo que participa en ella, lo transforma. Pero, por otro lado, al mismo tiempo que la sociedad alimenta y enriquece la naturaliza individual, tiende inevitablemente a limitarla, y esto por la misma razón. Precisamente porque el grupo es una fuerza moral a tal punto superior a la de las partes, el primero tiende necesariamente a subordinar a estas últimas. Éstas no pueden dejar de caer bajo la dependencia de aquél. Hay aquí una ley de mecánica moral, tan ineludible como las leyes de la mecánica física. Todo grupo que dispone de sus miembros por obligación, se esfuerza por modelarlos a su imagen, por imponer sus maneras de pensar y de obrar, por impedir las diferencias. Toda sociedad es despótica, si nada exterior a ella contiene su despotismo. No quiero decir, por otra parte, que este despotismo tenga nada de artificial; es natural porque es necesario y, además, en ciertas condiciones, las sociedades no se pueden mantener de otra forma. No quiero decir que éste no tenga nada de insoportable; por el contrario, el individuo no lo siente, así como no sentimos la atmósfera que pesa sobre nuestras espaldas. Desde el momento en que el individuo ha sido elevado por la colectividad de esta manera, quiere naturalmente lo que ella quiere, y acepta sin pena el estado de sujeción al que se encuentra reducido. Para que tenga conciencia de esto y se resista, es necesario que las aspiraciones individualistas aparezcan, y éstas no pueden aparecer en estas condiciones.
Pero, se dirá, ¿para que sea de otra manera, no es suficiente que la sociedad tenga una cierta extensión? Sin duda, cuando ésta es pequeña, como rodea a cada individuo por todas partes y en todos los instantes, no le permite desarrollarse libremente. Siempre presente, siempre actuante, no permite ningún lugar a su iniciativa. Pero no es lo mismo cuando ésta alcanza dimensiones apreciables. Cuando abarca una multitud de sujetos, no puede ejercer sobre cada uno un control tan continuo, tan atento y tan eficaz como cuando su vigilancia se concentra sobre un pequeño número. Se es mucho más libre en el seno de una muchedumbre que en el seno de una pequeña reunión. Por consiguiente, las diferencias individuales pueden aparecer más fácilmente, la tiranía colectiva disminuye, el individualismo se establece de hecho, y, con el tiempo, el hecho se convierte en derecho. Sólo que las cosas no pueden ocurrir así más que con una condición. Es necesario que en el interior de esta sociedad no se formen grupos secundarios que gocen de una autonomía suficiente para que cada uno de ellos se convierta en una especie de pequeña sociedad en el seno de la grande. Pues entonces, cada una de éstas se comporta respecto de las otras casi como si estuviera sola, y todo ocurre como si la sociedad total no existiera. Cada uno de estos grupos, encerrando muy juntos a los individuos que lo forman, perjudicará su expansión; el espíritu colectivo se impondrá a las condiciones particulares. Una sociedad formada por clanes yuxtapuestos, de ciudades o lugares más o menos independientes, o de grupos profesionales numerosos, autónomos los unos respecto de los otros, será, casi, tan opresiva de toda individualidad como si estuviera formada por un solo clan, por una sola ciudad, por una sola corporación. Ahora bien, la formación de grupos secundarios de este tipo es inevitable; pues en una sociedad vasta, hay siempre intereses particulares locales, profesionales, que tienden, naturalmente, a unir a las personas a las cuales se refieren. Hay aquí la materia para las asociaciones particulares, las corporaciones, las reuniones de todo tipo, y si algún contrapeso no neutraliza su acción, cada una de éstas tenderá a absorber a sus miembros. En cualquier caso, existe, al menos, la sociedad doméstica, y se sabe hasta qué punto es absorbente cuando queda abandonada a sí misma, cómo retiene en su órbita y bajo su dependencia inmediata a todos los que la componen. (En fin, si no se forman grupos secundarios de este tipo, al menos se constituirá, al frente de la sociedad, una fuerza colectiva para gobernarla. Y si esta fuerza colectiva queda sola, si no se tiene frente a sí más que individuos, la misma ley mecánica los hará caer bajo su dependencia).
Para prevenir este resultado, para conducir hacia el terreno del desarrollo individual, no basta, pues, con que una sociedad sea amplia; es necesario que el individuo pueda moverse con una cierta libertad por una vasta extensión; es necesario que no sea retenido y acaparado por los grupos secundarios; es necesario que éstos no puedan convertirse en dueños de sus miembros y los forme a su gusto. Es necesario, pues, que haya por encima de todos estos poderes locales, familiares, en una palabra, secundarios, un poder general que haga la ley para todos, que recuerde a cada uno de ellos que es no un todo sino una parte del todo, y que no debe retener para sí lo que, en principio, pertenece al todo. El único medio de prevenir este particularismo colectivo y sus consecuencias para el individuo, es que un órgano especial tenga por función representar ante estas colectividades particulares a la colectividad total, sus derechos y sus intereses. Y estos derechos y estos intereses se confunden con los del individuo. He aquí cómo la función esencial del Estado es liberar las personalidades individuales. Por el solo hecho de contener a las sociedades elementales que comprende, les impide ejercer sobre el individuo la influencia opresiva que ejercían de otra forma. Su intervención en las diferentes esferas de la vida colectiva no tiene, pues, nada de tiránica; al contrario, tiene por objeto y por efecto aliviar las tiranías existentes. Pero, se dirá, ¿no puede convertirse en despótica a su vez? Sí, sin duda, a condición de que nada le haga de contrapeso. Entonces, como única fuerza colectiva existente, produce los efectos que engendra en los individuos toda fuerza colectiva que ninguna fuerza opuesta del mismo género neutraliza. Esta misma se convierte en niveladora y opresiva. Y la opresión que ejerce tiene algo más de insoportable que la que proviene de los pequeños grupos, porque es más artificial. El Estado, en nuestras grandes sociedades, está tan alejado de los intereses particulares que no puede tomar en cuenta las condiciones especiales, locales, etc..... en las cuales éstos se encuentra. Cuando el Estado trata de reglamentarlos, no lo logra más que violentándolos y desnaturlizándolas. Además, no se halla en contacto suficiente con la multitud de los individuos para poder formarlos interiormente como para que éstos acepten de buen grado la acción que tiene sobre ellos mismos. Se le escapan en parte, y éste no puede actuar más que en el seno de una vasta sociedad; la individualidad no aparece. De allí todos los tipos de resistencias y de conflictos dolorosos. Los pequeños grupos no tienen este inconveniente; están demasiado próximos a las cosas que son su razón de ser para poder adaptar exactamente su acción; y envuelven desde demasiado cerca al individuo como para hacerlos a su imagen. Pero la conclusión que se desprende de esto es simplemente que la fuerza colectiva que es el Estado, para ser liberadora del individuo, tiene necesidad de contrapeso; debe ser contenida por otras fuerzas colectivas, los grupos secundarios de los cuales hablaremos más adelante. Si no es bueno que éstos permanezcan solos, es necesario sin embargo, que existan. Y es de este conflicto de fuerzas sociales de donde nacen las libertades individuales. Se observa así qué importancia tienen estos grupos. No sirven sólo para ordenar y administrar los intereses de su competencia. Tienen un papel más general; son una de las condiciones indispensables de la emancipación individual.
De cualquier forma el Estado no es por sí mismo un antagonista del individuo. El individualismo no es posible más que por él, aunque no pueda servir a su realización más que en ciertas condiciones. Se puede decir que es éste quien constituye su función esencial. Es éste quien ha sustraído al niño de la dependencia patriarcal, de la tiranía doméstica, es éste quien ha liberado al ciudadano de los grupos feudales, más tarde comunales, es éste quien ha liberado al obrero y al patrón de la tiranía corporativa, y si ejerce su actividad muy violentamente, la misma no está viciada, en suma, más que porque se limita a ser puramente destructiva. He aquí lo que justifica la extensión creciente de sus atribuciones. Esta concepción del Estado es, pues, individualista, sin confinar, con todo, al Estado en la administración de una justicia totalmente negativa; le reconoce el derecho y el deber de desempeñar un papel más amplio en todas las esferas de la vida colectiva, sin ser mística (1). Pues el fin que esta concepción asigna al Estado, puede ser comprendido por los individuos, así como las relaciones que éste mantiene con ellos. Pueden, estos individuos, colaborar con él, tomando en cuenta lo que hacen, el fin de su acción, porque es con ellos mismos que el Estado actúa. Pueden también contradecirlo, y aun por ello convertirse en instrumentos del Estado, ya que la acción de éste tiende a realizarlos. Y sin embargo, ellos no son, como lo pretende la escuela individualista utilitaria, o la escuela kantiana, los todos que se bastan a sí mismos, y que el Estado debe limitarse a respetar, ya que por el Estado, y sólo por él, ellos existen moralmente.
Pero cuanto más se avanza en la historia, más se observa el cambio de las cosas. Perdida al principio en el seno de la masa social, la personalidad individual se desprende de ella. El círculo de la vida individual, restringido al principio y poco respetado, se extiende y se convierte en el objeto eminente del respeto moral. El individuo adquiere derechos cada vez mayores de disponer de sí mismo, de las cosas que le son atribuidas, de hacerse en el mundo aquello que le parezca más conveniente, de desarrollar libremente su naturaleza. La guerra, limitando y disminuyendo su actividad, se convierte en el mal por excelencia. Imponiéndole un sufrimiento inmerecido, aparece cada vez más como la forma por excelencia de la falta moral. En estas condiciones, se contradice a sí mismo si se le exige la subordinación de otras épocas. No se puede hacer de él a la vez un dios, el dios por excelencia, y un instrumento entre las manos de los dioses. No se puede hacer de él el fin supremo y reducirlo a un papel de medio. Si él es la realidad moral, es él quien debe servir de norma a la conducta pública como a la conducta privada. El Estado debe tender a revelar su naturaleza. Se dirá que este culto del individuo es una superstición de la cual es necesario desembarazarse. Pero esto sería ir contra todas las enseñanzas de la historia; pues cuanto más se avanza, mayor es la dignidad de la persona. No hay ley mejor establecida. Es así como toda empresa que pretenda establecer las instituciones sociales sobre el principio opuesto, es irrealizable, y no puede tener más que éxito momentáneo. Pues no se puede hacer que las cosas sean de otra manera de lo que son; no se puede hacer que el individuo deje de convertirse en lo que es, es decir en un foco autónomo de actividad, un sistema que impone fuerzas personales cuya energía no puede ser destruida, así como tampoco las de las fuerzas cósmicas. Es tan imposible como transformar a tal punto nuestra atmósfera física en cuyo seno respiramos.
Pero entonces, ¿no acabamos en una insoluble antinomia? Por un lado, verificamos que el Estado se desarrolla más y más, por el otro, que los derechos individuales, que pasan por ser antagónicos con los del Estado, se desarrollan paralelamente. Si el órgano gubernamental adquiere proporciones cada vez más considerables, es porque su función se hace cada vez más importante, es que los fines que persigue, que responden a su propia actividad, se multiplican; y, con todo, negamos que puede perseguir otros fines que los que interesan al individuo. Ahora bien, éstos pasan, por definición, por ser una dependencia de la actividad individual. Si, como se supone, los derechos del individuo han sido dados con el individuo, el Estado no tiene que intervenir para constituirlos; aquellos no dependen de éste. Pero entonces, si no dependen de éste, si están fuera de su competencia, ¿cómo puede extenderse sin cesar el límite de su competencia, mientras el Estado debe comprender cada vez menos cosas extrañas al individuo?
El solo medio de superar la dificultad es negar el postulado según el cual los derechos del individuo han sido dados con el individuo, es admitir que la institución de estos derechos es la obra misma del Estado. En efecto, entonces todo se explica. Se comprende que las funciones del Estado se extienden sin que resulte por ello una disminución del individuo, o que el individuo se desarrolle sin que el Estado quede disminuido por esto, ya que el individuo sería, en ciertos aspectos, el producto mismo del Estado, ya que la actividad del Estado sería esencialmente la liberadora del individuo. Ahora bien, la historia autoriza, efectivamente, a admitir esta relación de causas y efectos entre la marcha del individualismo moral y la marcha del Estado, y esto surge con evidencia de los hechos. Salvo casos anormales, de los cuales tendremos oportunidad de hablar, cuanto más fuerte es el Estado más respetado es el individuo. Sabemos que el Estado ateniense estaba mucho menos fuertemente construido que el Estado romano, y es claro que el Estado romano, a su turno, sobre todo el Estado de la ciudad, era una organización rudimentaria al lado de nuestros grandes Estados centralizados. La concentración gubernamental tenía un adelanto distinto en la ciudad romana del de todas las ciudades griegas, y la unidad de Estado distintamente acentuada. Esto fue lo que tuvimos ocasión de establecer el año pasado. Un hecho entre otros hace sensible esta diferencia: el culto, en Roma, estaba en manos del Estado; en Atenas, era difuso entre una multitud de colegios sacerdotales. No se encuentra en Atenas nada que se parezca al cónsul romano, en las manos del cual se centralizaban todos los poderes gubernamentales. La administración ateniense estaba dispersa entre una multitud incoherente de funcionarios distintos. Cada uno de los grupos elementales formantes de la sociedad: clanes, fratrías, tribus, conservaba su autonomía mucho más que en Roma, donde fueron rápidamente absorbidos en la masa de la sociedad. En cuanto a la distancia en que se encuentran, en este aspecto, los Estados europeos en relación con los Estados griegos o italianos, es manifiesta. Ahora bien, el individualismo estaba diferentemente desarrollado en Roma que en Atenas. Este vivo sentimiento que se tenía en Roma del carácter respetable de la persona se expresaba en las fórmulas conocidas, donde se afirmaba la dignidad del ciudadano romano y en las libertades que eran lasa características jurídicas de la misma.
Este es uno de los puntos que Jhering ha contribuido a aclarar (II, p. 131). Asimismo, el punto de vista de la libertad del pensamiento. Pero, por considerable que sea el individualismo romano, es poca cosa al lado del que se ha desarrollado en el seno de las sociedades cristianas. El culto cristiano es un culto interior: está hecho de fe interior más que de prácticas materiales; ahora bien, la fe intensa escapa al control exterior. En Atenas, el desarrollo intelectual (científico, filosófico) fue mucho más considerable que en Roma. Pero la ciencia y la filosofía, la reflexión colectiva se considera que se desarrollan como el individualismo. Es cierto, en efecto, que éstas van unidas muy frecuentemente. Pero es un error suponer que esto sea necesario. En la India, el brahmanismo y el budismo han tenido una metafísica muy sabia y muy refinada; el culto budista reposa sobre toda una teoría del mundo. Las ciencias han sido muy desarrolladas en los templos egipcios. Se sabe, sin embargo, que en una y otra sociedad, el individualismo estaba casi completamente ausente. Esto prueba mejor que todo otro hecho el carácter panteísta de estas metafísicas y religiones de las cuales aquellas trataban de dar una especie de fórmula racional y sistemática. Pues la fe panteísta es imposible allí donde los individuos tiene un vivo sentimiento de su individualidad. Es así como las letras y la filosofía han sido muy practicadas en los monasterios del Medioevo. En efecto, la intensidad de la reflexión, en el individuo como en la sociedad, está en razón inversa respecto de la actividad práctica. Si, por alguna circunstancia, la actividad práctica se halla reducida por debajo del nivel normal en una parte de la sociedad, se desarrollan tanto más las energías intelectuales, tomando todo el lugar que les ha sido dejado libre de esta forma. Ahora bien, es el caso de los sacerdotes y monjes, sobre todo en las religiones contemplativas. Por otro lado, se sabe igualmente que la vida práctica de Atenas estaba reducida a poca cosa. Se vivía del ocio. En estas condiciones se produce un progreso considerable de la ciencia, de la filosofía, que, sin duda, una vez nacidas, pueden provocar un movimiento individualista, pero que no derivan de éste. Puede ocurrir, asimismo, que la reflexión desplegada de este modo no tenga tal consecuencia, que sea esencialmente conservadora. Se dedica, entonces, a hacer la teoría del estado de cosas existente, o bien a hacer su crítica. Tal es, ante todo, el carácter de la especulación sacerdotal, y la especulación griega mantuvo, durante mucho tiempo, esta misma disposición. Las teorías políticas y morales de Aristóteles y de Platón no hicieron sino reproducir sistemáticamente, una la organización de Esparta y la otra la de Atenas.
En fin, una última razón que impide medir el grado de individualismo de un país según el desarrollo que han alcanzado en él las facultades reflexivas, es que el individualismo no es una teoría, está en el orden de la práctica, no en el de la especulación. Para que sea él mismo, es necesario que afecte las costumbres, los órganos sociales, y a veces ocurre que se disipa enteramente, por así decir, en sueños especulativos, en lugar de penetrar lo real y de producir el cuerpo de prácticas y de instituciones que les sea adecuado. Se observa entonces que se producen sistemas que manifiestan aspiraciones sociales hacia un individualismo más desarrollado, pero que permanece en estado de deseo, porque las condiciones necesarias para que se realice están ausentes. ¿No es éste el caso de nuestro individualismo francés? Está expresado teóricamente en la Declaración de los Derechos del Hombre, aunque en forma exagerada; sin embargo, está lejos de hallarse arraigado profundamente en el país. La prueba de esto es la extrema facilidad con que muchas veces hemos aceptado, en el curso de este siglo, regímenes autoritarios, que se basaban en principios muy distintos. A pesar de la letra de nuestro código moral, los viejos hábitos persisten, más de lo que nosotros creemos, más de lo que nosotros quisiéramos. Porque para instituir una moral individualista, no es suficiente afirmarla, traducirla a bellos sistemas; es necesario que se disponga a la sociedad en forma tal que se haga posible y duradera esta constitución. De otra manera, la misma seguirá siendo difusa y doctrinaria.
Así, la historia parece probar que el Estado no ha sido creado y no tiene simplemente por función el impedir que el individuo sea turbado en el ejercicio de sus derechos naturales, sino que estos derechos han sido creados y organizados por el Estado, haciéndolos realidades. Y, en efecto, el hombre no es hombre más que por vivir en sociedad. Retirad del hombre lo que es de origen social, y no quedará más que un animal análogo a los otros animales. Es la sociedad quien lo ha elevado a este punto por encima de la naturaleza física, y ha logrado tal resultado porque la asociación, agrupando las fuerzas psíquicas individuales, las intensifica, las lleva a un grado de energía y de productividad superiores a las que podrían alcanzar si hubieran permanecido aisladas unas de otras. De tal modo surge una vida psíquica de un nuevo género, infinitamente más rica, más variada que aquella de la cual podría ser teatro el individuo solitario, y la vida así surgida, penetrando al individuo que participa en ella, lo transforma. Pero, por otro lado, al mismo tiempo que la sociedad alimenta y enriquece la naturaliza individual, tiende inevitablemente a limitarla, y esto por la misma razón. Precisamente porque el grupo es una fuerza moral a tal punto superior a la de las partes, el primero tiende necesariamente a subordinar a estas últimas. Éstas no pueden dejar de caer bajo la dependencia de aquél. Hay aquí una ley de mecánica moral, tan ineludible como las leyes de la mecánica física. Todo grupo que dispone de sus miembros por obligación, se esfuerza por modelarlos a su imagen, por imponer sus maneras de pensar y de obrar, por impedir las diferencias. Toda sociedad es despótica, si nada exterior a ella contiene su despotismo. No quiero decir, por otra parte, que este despotismo tenga nada de artificial; es natural porque es necesario y, además, en ciertas condiciones, las sociedades no se pueden mantener de otra forma. No quiero decir que éste no tenga nada de insoportable; por el contrario, el individuo no lo siente, así como no sentimos la atmósfera que pesa sobre nuestras espaldas. Desde el momento en que el individuo ha sido elevado por la colectividad de esta manera, quiere naturalmente lo que ella quiere, y acepta sin pena el estado de sujeción al que se encuentra reducido. Para que tenga conciencia de esto y se resista, es necesario que las aspiraciones individualistas aparezcan, y éstas no pueden aparecer en estas condiciones.
Pero, se dirá, ¿para que sea de otra manera, no es suficiente que la sociedad tenga una cierta extensión? Sin duda, cuando ésta es pequeña, como rodea a cada individuo por todas partes y en todos los instantes, no le permite desarrollarse libremente. Siempre presente, siempre actuante, no permite ningún lugar a su iniciativa. Pero no es lo mismo cuando ésta alcanza dimensiones apreciables. Cuando abarca una multitud de sujetos, no puede ejercer sobre cada uno un control tan continuo, tan atento y tan eficaz como cuando su vigilancia se concentra sobre un pequeño número. Se es mucho más libre en el seno de una muchedumbre que en el seno de una pequeña reunión. Por consiguiente, las diferencias individuales pueden aparecer más fácilmente, la tiranía colectiva disminuye, el individualismo se establece de hecho, y, con el tiempo, el hecho se convierte en derecho. Sólo que las cosas no pueden ocurrir así más que con una condición. Es necesario que en el interior de esta sociedad no se formen grupos secundarios que gocen de una autonomía suficiente para que cada uno de ellos se convierta en una especie de pequeña sociedad en el seno de la grande. Pues entonces, cada una de éstas se comporta respecto de las otras casi como si estuviera sola, y todo ocurre como si la sociedad total no existiera. Cada uno de estos grupos, encerrando muy juntos a los individuos que lo forman, perjudicará su expansión; el espíritu colectivo se impondrá a las condiciones particulares. Una sociedad formada por clanes yuxtapuestos, de ciudades o lugares más o menos independientes, o de grupos profesionales numerosos, autónomos los unos respecto de los otros, será, casi, tan opresiva de toda individualidad como si estuviera formada por un solo clan, por una sola ciudad, por una sola corporación. Ahora bien, la formación de grupos secundarios de este tipo es inevitable; pues en una sociedad vasta, hay siempre intereses particulares locales, profesionales, que tienden, naturalmente, a unir a las personas a las cuales se refieren. Hay aquí la materia para las asociaciones particulares, las corporaciones, las reuniones de todo tipo, y si algún contrapeso no neutraliza su acción, cada una de éstas tenderá a absorber a sus miembros. En cualquier caso, existe, al menos, la sociedad doméstica, y se sabe hasta qué punto es absorbente cuando queda abandonada a sí misma, cómo retiene en su órbita y bajo su dependencia inmediata a todos los que la componen. (En fin, si no se forman grupos secundarios de este tipo, al menos se constituirá, al frente de la sociedad, una fuerza colectiva para gobernarla. Y si esta fuerza colectiva queda sola, si no se tiene frente a sí más que individuos, la misma ley mecánica los hará caer bajo su dependencia).
Para prevenir este resultado, para conducir hacia el terreno del desarrollo individual, no basta, pues, con que una sociedad sea amplia; es necesario que el individuo pueda moverse con una cierta libertad por una vasta extensión; es necesario que no sea retenido y acaparado por los grupos secundarios; es necesario que éstos no puedan convertirse en dueños de sus miembros y los forme a su gusto. Es necesario, pues, que haya por encima de todos estos poderes locales, familiares, en una palabra, secundarios, un poder general que haga la ley para todos, que recuerde a cada uno de ellos que es no un todo sino una parte del todo, y que no debe retener para sí lo que, en principio, pertenece al todo. El único medio de prevenir este particularismo colectivo y sus consecuencias para el individuo, es que un órgano especial tenga por función representar ante estas colectividades particulares a la colectividad total, sus derechos y sus intereses. Y estos derechos y estos intereses se confunden con los del individuo. He aquí cómo la función esencial del Estado es liberar las personalidades individuales. Por el solo hecho de contener a las sociedades elementales que comprende, les impide ejercer sobre el individuo la influencia opresiva que ejercían de otra forma. Su intervención en las diferentes esferas de la vida colectiva no tiene, pues, nada de tiránica; al contrario, tiene por objeto y por efecto aliviar las tiranías existentes. Pero, se dirá, ¿no puede convertirse en despótica a su vez? Sí, sin duda, a condición de que nada le haga de contrapeso. Entonces, como única fuerza colectiva existente, produce los efectos que engendra en los individuos toda fuerza colectiva que ninguna fuerza opuesta del mismo género neutraliza. Esta misma se convierte en niveladora y opresiva. Y la opresión que ejerce tiene algo más de insoportable que la que proviene de los pequeños grupos, porque es más artificial. El Estado, en nuestras grandes sociedades, está tan alejado de los intereses particulares que no puede tomar en cuenta las condiciones especiales, locales, etc..... en las cuales éstos se encuentra. Cuando el Estado trata de reglamentarlos, no lo logra más que violentándolos y desnaturlizándolas. Además, no se halla en contacto suficiente con la multitud de los individuos para poder formarlos interiormente como para que éstos acepten de buen grado la acción que tiene sobre ellos mismos. Se le escapan en parte, y éste no puede actuar más que en el seno de una vasta sociedad; la individualidad no aparece. De allí todos los tipos de resistencias y de conflictos dolorosos. Los pequeños grupos no tienen este inconveniente; están demasiado próximos a las cosas que son su razón de ser para poder adaptar exactamente su acción; y envuelven desde demasiado cerca al individuo como para hacerlos a su imagen. Pero la conclusión que se desprende de esto es simplemente que la fuerza colectiva que es el Estado, para ser liberadora del individuo, tiene necesidad de contrapeso; debe ser contenida por otras fuerzas colectivas, los grupos secundarios de los cuales hablaremos más adelante. Si no es bueno que éstos permanezcan solos, es necesario sin embargo, que existan. Y es de este conflicto de fuerzas sociales de donde nacen las libertades individuales. Se observa así qué importancia tienen estos grupos. No sirven sólo para ordenar y administrar los intereses de su competencia. Tienen un papel más general; son una de las condiciones indispensables de la emancipación individual.
De cualquier forma el Estado no es por sí mismo un antagonista del individuo. El individualismo no es posible más que por él, aunque no pueda servir a su realización más que en ciertas condiciones. Se puede decir que es éste quien constituye su función esencial. Es éste quien ha sustraído al niño de la dependencia patriarcal, de la tiranía doméstica, es éste quien ha liberado al ciudadano de los grupos feudales, más tarde comunales, es éste quien ha liberado al obrero y al patrón de la tiranía corporativa, y si ejerce su actividad muy violentamente, la misma no está viciada, en suma, más que porque se limita a ser puramente destructiva. He aquí lo que justifica la extensión creciente de sus atribuciones. Esta concepción del Estado es, pues, individualista, sin confinar, con todo, al Estado en la administración de una justicia totalmente negativa; le reconoce el derecho y el deber de desempeñar un papel más amplio en todas las esferas de la vida colectiva, sin ser mística (1). Pues el fin que esta concepción asigna al Estado, puede ser comprendido por los individuos, así como las relaciones que éste mantiene con ellos. Pueden, estos individuos, colaborar con él, tomando en cuenta lo que hacen, el fin de su acción, porque es con ellos mismos que el Estado actúa. Pueden también contradecirlo, y aun por ello convertirse en instrumentos del Estado, ya que la acción de éste tiende a realizarlos. Y sin embargo, ellos no son, como lo pretende la escuela individualista utilitaria, o la escuela kantiana, los todos que se bastan a sí mismos, y que el Estado debe limitarse a respetar, ya que por el Estado, y sólo por él, ellos existen moralmente.
(1) Es necesario comprender: sin
convertirse, por ello, en una concepción mística del Estado.