Instituto Superior de Formación Docente Nº 41, Adrogué, Prov. de Buenos Aires

Tramo de Formación Pedagógica para el Nivel Superior

sábado, 1 de septiembre de 2012

La Educación Prohibida, 2012.


Aquí el Link de la película, para analizar con los textos del primer y segundo cuatrimestre, que ya están publicados.
El Trabajo Práctico se realizará en pareja, eventualmente puede conformarse un grupo de 3, de acuerdo a lo dialogado con algunos compañeros.
Las consignas fueron socializadas vía mail, y la fecha de entrega estipulada será en la primera llamada a finales, en el turno de diciembre.
La Educación Prohibida. Click Acá

lunes, 25 de junio de 2012

Agarrate Catalina:Las Maestras...pensando en la sociedad de normalización de Foucault



 Analizar el video con las herramientas que aportan los textos de Foucault.


El Gobierno, la gubernamentalidad, es, pues, el conjunto de tecnologías de poder que un determinado grupo de poder aplica para la dirección de la conducta de otros. A esas tecnologías de poder se ha de enfrentar el ciudadano. ¿Cómo es la tecnología de poder a la que se tiene que enfrentar el individuo hoy? Es la que Foucault llama “Sociedad de normalización”.
En los siglos XVII Y XVIII se constata la aparición de las técnicas de poder que se centraban esencialmente en el cuerpo. Se pretendía la distribución espacial de los cuerpos individuales y su organización, su visibilización. El poder disciplinario pretendía reconducir al cuerpo individual con una nueva individualización en base a controles médicos, psicológicos, educativos, etc.…
Durante la segunda mitad del siglo XVIII vemos aparecer algo nuevo, un poder no eminentemente disciplinar. A diferencia de la disciplina, que se dirige al cuerpo, esta nueva técnica de poder se aplica a la vida, al hombre vivo, al hombre como especie viva. Introduce una nueva tecnología dirigida al control de las multitudes, de la población.
Nos encontramos con que tras un primer ejercicio del poder sobre el cuerpo que se produce en el modo de la individualización, tenemos un segundo ejercicio que no es individualizador sino masificador, que agrega a los individuos; por decirlo así, que no se dirige al hombre-cuerpo sino al hombre-especie, lo que Foucault llamará una biopolítica de la especie humana.
Se trata de un conjunto de procesos administrativos y estadísticos, como la proporción de nacimientos y las defunciones, la tasa de reproducción, la fecundidad de una población, etc.… Se pone en práctica el desarrollo de la ciencia del Estado, de la Estadística, una ciencia para estudiar científicamente que tecnologías de poder ha de aplicar el Estado para mantener su posición de poder. Conceptos y problemas como la higiene pública, la vejez, las instituciones asistenciales para proteger a las masas, surgen a partir de la idea de población.

La biopolítica crea reglas que permiten controlar a la gran masa de población tras la Revolución Industrial y que es incontrolable de forma disciplinar e individual. La sociedad de regularización busca encontrar puntos de repetición en el estudio de los individuos para controlarles y dirigirles colectivamente, grupalmente, creando categorías de distinción en el grupo. De ahí, por ejemplo, el intento de crear distintas categorías de raza.

Para regularizar hay que normalizar. La norma es lo que va a permitir regularizar, porque va a poder aplicarse tanto a un cuerpo al que se quiere disciplinar como a una población a la que se quiere regularizar. Se trata de la “sociedad de normalización”, donde se cruzan la norma de la disciplina y la norma de la regularización (medicalización de la sociedad, auge de la estadística, de la objetivación de lo humano con las ciencias humanas)

Para Paolo Virno, esta necesidad regulatoria que surge con el capitalismo tiene que ver con la necesidad de controlar la fuerza de trabajo, que es una potencia del cuerpo, de la vida misma del obrero, inexistente fuera de él,

“El cuerpo vivo del obrero es el sustrato de aquella fuerza de trabajo que, de por sí, no tiene existencia independiente. La vida, el puro y simple bios, adquiere una importancia específica en cuanto tabernáculo de la dinamis, de la simple potencia. Al capitalista le interesa la vida del obrero, su cuerpo, sólo por un motivo indirecto: ese cuerpo, esa vida, son los que contienen la facultad, la potencia, la dinamis. El cuerpo viviente deviene objeto de gobernar no por su valor intrínseco, sino porque es el substrato de la única cosa que verdaderamente importa: la fuerza de trabajo como suma de las mas diversas facultades humanas (potencia de hablar, potencia de recordar, de pensar, de actuar, etc.…)” (VIRNO, 2002: 34)

Vemos aquí que en el fondo lo que hace surgir la biopolítica, la necesidad de administrar la vida, es al fin y al cabo una necesidad del sistema de producción, que ansía la productividad y la acumulación de capital y que necesita para ello el control de la fuerza de trabajo de los sujetos, de los obreros.
Al localizar el soporte de la normalización del cuerpo social en la sociedad moderna, Michel Foucault opta por subrayar el papel de los poderes médicos y técnico-sociales, en detrimento del prioritario papel normativo que se acostumbra conceder a la legislación. Esta perspectiva es consecuente con sus presupuestos de análisis: no cabe deducir las prácticas sociales que recorren el tejido social —control sobre los locos, los enfermos, los niños, los delincuentes...— de la supuesta esencia del Estado. Las intervenciones estatales sobre la sociedad civil son el resultado estratégico de un régimen de gubernamentalidad. 


Chomsky y Foucault




Link de debate entre Chomsky y Michel Foucault

¿Por qué enseñar teorías reproductivistas en educación? ¿Por qué es necesario desenmascarar la apariencia neutral e independiente de las instituciones educativas? ¿Para qué reflexionar sobre la violencia política y simbólica que atraviesa el sistema escolar? Y siempre, subyacente la pregunta ¿En qué docente nos queremos convertir?

Aquí, entonces un debate interesante que ilumina estas cuestiones.

domingo, 17 de junio de 2012

Función de la Educación: La filosofía del Don y la reproducción de las clases


La escuela desde la perspectiva de la Teoría de la Reproducción. Pierre Bourdieu
Parte 1 y 2 de la entrevista a Pierre Bourdieu.
Link 1: http://www.youtube.com/watch?v=3mChkak7_3A&feature=player_embedded
Link 2: http://www.youtube.com/watch?v=uVb2w73dwH0&feature=player_embedded

El Final de los Principios


Este documental recorre la historia política, social y económica de la década menemista y del breve gobierno de Fernando de la Rúa con la intención de contribuir al análisis y al debate sobre las causas, las responsabilidades, las víctimas y los beneficiarios del actual modelo neoliberal.
Aborda la etapa histórica que en el texto de Filmus, se denomina Estado PostSocial (también es incluído en el parcial)

Aquí el link de la Parte 1:  http://www.youtube.com/watch?v=TKP2F8ttO_s
Son 12 partes en total, cuando lo abran en youtube, aparecerán en la lista las siguientes partes (procuren que pertenezcan al mismo usuario: jorgeperez958 )

viernes, 4 de mayo de 2012

“LECCIONES DE SOCIOLOGÍA” EMILE DURKHEIM



Lección IV: Moral cívica y Definición de estado

Hemos estudiado sucesivamente las reglas morales y jurídicas que se aplican a las relaciones del individuo consigo mismo, con el grupo familiar, con el grupo profesional. Hemos de estudiarlas ahora en las relaciones que el individuo mantiene con otro grupo, más extenso que los precedentes, el más extenso de todos los constituidos actualmente, a saber, el grupo político. El conjunto de las reglas sancionadas que determinan lo que deben ser estas relaciones forma lo que se llama la moral cívica. Pero antes de comenzar el estudio, es importante definir lo que se debe entender por sociedad política. Un elemento esencial que entra en la noción de todo grupo político es la oposición de gobernantes y gobernados, de las autoridades y de aquellos que quedan sometidos a ella. Es muy posible que en el origen de la evolución social, esta distinción no haya existido; la hipótesis es tanto más verosímil cuanto encontramos sociedades en las que dicha distinción está muy débilmente señalada. Pero, en todo caso, las sociedades donde se la observa, no pueden ser confundidas con aquellas donde hace falta. Unas y otras constituyen dos especies diferentes que deben ser designadas mediante palabras distintas, y es a las primeras a las cuales debe reservarse la calificación de políticas. Pues si esta expresión tiene un sentido, quiere decir, ante todo, organización, aunque rudimentaria, constitución de un poder, estable o intermitente, débil o fuerte, cuya acción, cualquiera que sea, sufren los individuos. Pero un poder de este tipo se encuentra en otra parte también, y no sólo en las sociedades políticas. La familia tiene un jefe cuyos poderes son a veces absolutos, otras restringidos por los de un consejo doméstico. Se ha comparado frecuentemente la familia patriarcal de los romanos a un pequeño Estado, y si, como veremos más adelante, la expresión no está justificada, será difícil de aprehender si la sociedad política se caracterizaba únicamente por la presencia de una organización gubernamental. Es, pues, necesaria otra característica. Se ha creído encontrarla en las relaciones particularmente estrechas que vinculan toda sociedad política al lugar que ocupa. Hay, se dice, una relación permanente entre toda nación y un territorio dado. “El Estado, dice Bluntschli, debe tener su dominio; la nación exige el país.” (p. 12) Pero la familia no está menos ligada, al menos en un gran número de pueblos, a una porción determinada de suelo: también ella tiene su dominio, del cual es inseparable, porque éste es inalienable. Hemos visto claramente que, a veces, el patrimonio inmobiliario era verdaderamente el alma de la familia; es esto lo que hace la unidad y la perennidad de la misma; éste era el centro alrededor del cual gravitaba la vida doméstica. En ninguna parte el territorio político desempeña papel más considerable que en las sociedades políticas. Agreguemos, por otra parte, que esta importancia capital unida al territorio nacional es de fecha relativamente reciente. En principio, parece muy arbitrario negar todo carácter político a las grandes sociedades nómades cuya organización es a veces muy sabia. Por otra parte, en otras ocasiones, se consideraba el número de ciudadanos, y no el territorio, como elemento esencial de los Estados. Anexarse un Estado no era anexarse el país, sino a los habitantes que lo ocupaban, incorporándoselos. Inversamente, se veía a los vencedores establecerse entre los vencidos, sobre sus dominios, sin perder por esto su unidad y su personalidad política. Durante los primeros tiempos de nuestra historia, la capital, es decir el centro de gravedad territorial de la sociedad, era de movilidad extrema. No hace mucho tiempo que los pueblos se convirtieron hasta este punto en solidarios con su medio, de lo que se podría llamar su expresión geográfica. Actualmente, Francia no es sólo una masa de individuos que hablan tal lengua, que observan tal derecho, etc...: es esencialmente tal porción determinada de Europa. Aunque todos los alsacianos, en 1870, hubieran optado por la nacionalidad francesa, habría habido que considerar a Francia como mutilada o disminuida por el solo hecho de que se hubiera abandonado a una potencia extranjera una parte determinada de su suelo. Pero esta identificación de la sociedad con su territorio no es producto sino de las sociedades más avanzadas. Sin duda se debe a causas numerosas, al valor social más alto que tiene el suelo, quizá también la importancia relativamente grande que el lazo geográfico ha adquirido, cuando otros vínculos sociales, de tipo más moral, han perdido su fuerza. La sociedad de cuyos miembros somos, es, cada vez más para nosotros, un territorio definido, desde que la misma no es más esencialmente una religión, un cuerpo de tradiciones que le son propias, o el culto de una dinastía particular. Descartado el territorio, parece que se puede encontrar una característica de la sociedad política en la importancia numérica de la población. Es cierto que en general no se da este nombre a grupos sociales que comprenden un número muy reducido de individuos. Pero tal línea de demarcación sería singularmente vacilante, pues, ¿a partir de qué momento una aglomeración humana es tan considerable como para ser clasificada dentro de los grupos políticos? Según Rousseau, bastaba con diez mil hombres; Bluntschli juzga esta cifra muy pequeña. Ambas estimaciones son igualmente arbitrarias. Un departamento francés contiene a veces más habitantes que varias ciudades de Grecia o de Italia. Cada una de estas ciudades constituyen sin embargo un Estado, mientras que un departamento no tiene derecho a esta denominación. No obstante, tocamos aquí un rasgo distintivo. Sin duda, no se puede decir que una sociedad política se distinga de los grupos familiares o profesionales porque es más numerosa, pues el efectivo de las familias puede ser considerable, en ciertos casos, y el efectivo de los Estados muy reducido. Pero lo que es verdad es que no hay sociedad política que no contenga en su seno una pluralidad de familias distintas o de grupos profesionales distintos, o unos y otros a la vez. Si se redujera a una sociedad doméstica, se confundiría con ésta, y sería una sociedad doméstica; pero desde el momento en que está formada por un cierto número de sociedades domésticas, el agregado formado de esta manera es otra cosa distinta a cada uno de sus elementos. Es algo nuevo, que debe ser designado por una palabra distinta. Así, la sociedad política no se confunde con ningún grupo profesional, con ninguna casta, si hay casta, sino que es siempre un conjunto de profesiones diversas o de castas diversas, como de familias diferentes. Más generalmente, cuando una sociedad está formada por una reunión de grupos secundarios, de naturaleza diferente, sin ser ella misma un grupo secundario relacionado a una sociedad más vasta, constituye una entidad social de una especie distinta: la sociedad política que definiremos: una sociedad formada por la reunión de un número más o menos considerable de grupos sociales secundarios, sometidos a una misma autoridad, que no depende de ninguna autoridad superior regularmente constituida. Así, y el hecho merece ser observado, las sociedades políticas se caracterizan en parte por la existencia de grupos secundarios. Ya Montesquieu notaba esto cuando decía de la forma social que le parecía la más altamente organizada, la monarquía, que implicaba: “poderes intermedios, subordinados y dependientes” (II, p. 4). Se ve la importancia de los grupos secundarios de los cuales hemos hablado hasta el presente. Éstos no son sólo necesarios para la administración de los intereses particulares, domésticos, profesionales, que envuelven y que son su razón de ser; son también la condición fundamental de toda organización más elevada. Por grande que sea el antagonismo que tengan con este grupo social que está encargado de la autoridad soberana, y que se llama más especialmente Estado, éste supone su existencia, no existe más que donde aquellos existen. Nada de grupos secundarios, nada de autoridad política, o, al menos, nada de autoridad que pueda, sin impropiedad, ser llamada con este nombre. De donde viene esta solidaridad que une a estos dos tipos de agrupamientos, es lo que veremos más tarde. Por ahora, nos basta con verificarla. (…) Las partes no se organizaron primero para formar un todo organizado luego a su imagen, sino que el todo y las partes se organizaron al mismo tiempo. Otra consecuencia de lo que precede es que las sociedades políticas implican la existencia de una autoridad, y como esta autoridad no aparece sino allí donde las sociedades comprenden en sí mismas una pluralidad de sociedades elementales, las sociedades políticas son, necesariamente, policelulares o polisegmentares. Esto no quiere decir que nunca hubo sociedades compuestas de un solo y único segmento, sino que éstas constituyen otra especie, no son políticas. (…)Al contrario, en la medida en que está subordinado a algún órgano superior a él, es un simple grupo secundario, parcial, análogo a un distrito, a una provincia, a un clan o a una casta. Deja de ser un todo para aparecer sólo como una parte. Nuestra definición no establece, pues, entre las sociedades políticas y las otras, una línea de demarcación absoluta; pero es que no la hay, y no podría haberla. Al contrario, la serie de cosas es continua. Las sociedades políticas superiores están formadas por el agregado lento de sociedades políticas inferiores; hay, pues, momentos de transición en los cuales, guardando algo de su naturaleza original, éstas comienzan, sin embargo, a convertirse en otra cosa, a desarrollar caracteres nuevos, en los cuales, por consiguiente, su condición es ambigua. Lo esencial no es señalar una solución de continuidad donde no la hay, sino percibir los rasgos específicos que definen a las sociedades políticas y que, según estén más o menos presentes, hacen que estas últimas merezcan más o menos francamente esta calificación. Ahora que sabemos por qué signos se reconoce una sociedad política, veamos en qué consiste la moral que se le vincula. De la definición misma que precede, resulta que las reglas esenciales de esta moral son las que determinan las relaciones de los individuos con esta autoridad soberana a cuya acción están sometidos. Como es necesaria una palabra para designar el grupo especial de funcionarios que están encargados de representar esta autoridad, convendremos en reservar para este uso la palabra Estado. Sin duda, es muy frecuente que se llame Estado no a un órgano gubernamental, sino a la sociedad política en su conjunto, al pueblo gobernado y su gobierno tomado como totalidad, y hemos empleado el término en este sentido. Es así como se habla de los Estados europeos, como se dice de Francia que es un Estado. Pero como es bueno tener términos especiales para realidades tan diferentes como la sociedad y uno de sus órganos, llamaremos más especialmente Estado a los agentes de la autoridad soberana, y sociedad política al grupo complejo cuyo órgano eminente es el Estado. Visto esto, los principales deberes de la moral cívica son, evidentemente, los que los ciudadanos tienen hacia el Estado, y, recíprocamente, los que el Estado tiene hacia los individuos. Para comprender cuáles son estos deberes, es importante, ante todo, determinar la naturaleza y la función del Estado. Puede parecer, es verdad, que ya hemos respondido a la primera de las dos preguntas, y que la naturaleza del Estado ha sido definida al mismo tiempo que la sociedad política. ¿El Estado no es acaso la autoridad superior a la cual se somete toda la sociedad política en su conjunto? Pero en realidad, esta palabra autoridad es muy vaga, y es necesario que se la precise. ¿Dónde comienza y dónde termina el grupo de funcionarios investidos de esta autoridad y que constituye propiamente dicho el Estado? La pregunta es tanto más necesaria cuanto la lengua corriente comete sobre este tema muchas confusiones. Se dice todos los días que los servicios públicos son servicios del Estado; justicia, ejército, iglesia, donde la iglesia es nacional, pasan por formar parte del Estado. Pero no se debe confundir con el Estado mismo a los órganos secundarios que reciben más inmediatamente su acción, y que no son, en relación con éste, más que órganos de ejecución. Al menos, el grupo o los grupos especiales -pues el Estado es complejo- a los cuales están subordinados estos grupos secundarios llamados más especialmente las administraciones, deben ser distinguidos de éste. La característica de los primeros es que, por sí mismos, tienen la capacidad para pensar y actuar en lugar de la sociedad. Las representaciones, como las resoluciones que se elaboran en este medio especial, son natural y necesariamente colectivas. Sin duda, hay representaciones y decisiones colectivas fuera de las formadas de este modo. En toda sociedad hay o hubo mitos, dogmas, si la sociedad política es al mismo tiempo una iglesia, o tradiciones históricas, morales, que constituyen representaciones comunes a todos sus miembros, y que no son la obra especial de algún órgano determinado. Asimismo, hay en cada momento corrientes sociales que llevan a la colectividad en tal o cual sentido determinado, y que no emanan del Estado. Muy frecuentemente, el Estado experimenta su presión, más bien que darle impulso. Hay así toda una vida psíquica que está difusa en la sociedad. Pero hay otra que tiene por sede especial el órgano gubernamental. Es allí donde se elabora, y si influye sobre el resto de la sociedad no es más que secundariamente y de modo de repercusión. Cuando el Parlamento vota una ley, cuando el gobierno toma una decisión en los límites de su competencia, uno u otro paso depende sin duda del estado general de la sociedad; el Parlamento y el gobierno están en contacto con las masas de la nación, y las impresiones diversas que se desprenden para éstos de dicho contacto contribuyen a determinarlos en tal o cual sentido. Pero si hay un factor de su determinación que está situado fuera de ellos, no es menos cierto que son ellos quienes toman esta determinación, que, ante todo, tal determinación expresa el medio particular donde nace. Es así como, frecuentemente haya hasta una discordancia entre este medio y el conjunto de la nación, y que las resoluciones gubernamentales, los votos parlamentarios, aun siendo valiosos para la comunidad, no corresponden al estado de esta última. Hay, pues, una vida psíquica colectiva, pero esta vida no está difusa a todo lo largo del cuerpo social; aun siendo colectiva, está localizada en un órgano determinado. Y esta localización no proviene de una simple concentración en un punto determinado de una vida que tiene orígenes fuera de este punto. Es en parte en este  
mismo punto donde nace. Cuando el Estado piensa y se decide, no se debe decir que es la sociedad la que piensa y se decide por él, sino que éste piensa y se decide por ella. No es éste un simple instrumento de canalizaciones y concentraciones. Es, en cierto sentido, el centro organizador de los grupos mismos. He aquí lo que define al Estado. Es un grupo de funcionarios sui generis, en el seno del cual se elaboran representaciones y voliciones que comprometen a la colectividad, aunque no sean obra de la colectividad. No es exacto decir que el Estado encarna la conciencia colectiva, pues ésta lo desborda por todos lados. Ésta es difusa en gran medida; hay, en cada instante, multitudes de sentimientos sociales, de estados sociales de todo tipo de los cuales el Estado no percibe más que el hecho debilitado. El Estado no es la sede no más que de una conciencia especial, restringida, pero más alta, más clara, que tiene de sí misma un sentimiento muy vivo. Nada tan oscuro e indeciso como estas representaciones colectivas que se hallan esparcidas por todas las sociedades: mitos, leyendas religiosas o morales, etc.... No sabemos ni de dónde vienen, no adónde tienden; no las hemos pensado. Las representaciones provenientes del Estado son siempre más conscientes de sí mismas, de sus causas y de sus objetivos. Están concertadas de una manera menos subterránea. El agente colectivo que las vincula advierte mejor lo que hace. No quiere decir esto que no haya, frecuentemente, oscuridad. El Estado, como el individuo, se equivoca a menudo sobre los motivos que lo determinan, pero aunque sus determinaciones estén o no mal motivadas, lo esencial es, que estén en cierto grado motivadas. Hay siempre, o generalmente, al menos, una apariencia de deliberación, una aprehensión del conjunto de las circunstancias que necesitan la resolución, y el órgano interior del Estado está precisamente destinado a realizar estas deliberaciones. De allí los consejos, las asambleas, los discursos, los reglamentos, que obligan a estas representaciones a elaborarse sólo con una cierta lentitud. Podemos, pues, resumir diciendo: el Estado es un órgano especial encargado de elaborar ciertas representaciones que tienen valor para la colectividad. Estas representaciones se distinguen de las otras representaciones colectivas por su mayor grado de conciencia y reflexión. Será sorprendente, quizá, ver excluida de nuestra definición toda idea de acción, de ejecución, de realización fuera. ¿No decimos, acaso, corrientemente, de esta parte del Estado, al menos de la llamada más especialmente gobierno, que contiene el poder ejecutivo? Pero la expresión es totalmente impropia: el Estado no ejecuta nada. El Consejo de ministros, el príncipe, así como el Parlamento, obran sólo por sí mismos; ellos dan las órdenes para que se actúe. Combinan ideas, sentimientos, deducen resoluciones, transmiten estas resoluciones a otros órganos, que las ejecutan; pero allí acaba su papel. A este respecto, no hay diferencia entre el Parlamento o los consejos deliberativos de todo tipo de los cuales se pueden rodear el príncipe, el jefe de Estado y el gobierno propiamente dicho, el poder llamado ejecutivo. Se dice de este último que es ejecutivo porque está más cerca de los órganos de ejecución; pero no se confunde con ellos. Toda la vida del Estado propiamente dicho transcurre no en acciones exteriores, en movimientos, sino en deliberaciones, es decir, en representaciones. Los movimientos pertenecen a otros, a las administraciones de todo tipo que están encargadas de ello. Se ve la diferencia existente entre éstas y el Estado; esta diferencia es igualmente la que separa el sistema muscular del sistema nervioso central. El Estado es, hablando rigurosamente, el órgano mismo del pensamiento social. En las condiciones presentes, este pensamiento está vuelto hacia un fin práctico y no especulativo. El Estado, al menos en general, no piensa por pensar, para construir sistemas de doctrinas, sino para dirigir la conducta colectiva. No por eso deja de ser cierto que su función esencial es la de pensar.
Pero ¿hacia dónde se dirige este pensamiento? Dicho de otra manera, ¿qué fin persigue normalmente y, por consecuencia, debe perseguir el Estado, en las condiciones sociales en las que estamos actualmente ubicados? Éste es el problema que nos queda por resolver, y sólo cuando sea resuelto nos será posible comprender los deberes respectivos de los ciudadanos hacia el Estado y recíprocamente.
Ahora bien, a este problema se le dieron corrientemente dos soluciones contrarias. Existe, primeramente, una solución llamada individualista, tal como fue expuesta y defendida por Spencer y los economistas por una parte, y por Kant, Rousseau y la escuela espiritualista por la otra. La sociedad, dicen, tiene por objeto el individuo, sólo por el hecho de que es todo lo que hay de real en la sociedad. No siendo ésta sino un agregado de individuos, no puede tener otro fin que el desarrollo de los individuos. Y, en efecto, por el hecho de la asociación, hace más productiva la actividad humana en el orden de las ciencias, de las artes y de la industria; y el individuo, encontrando a su disposición, gracias a una gran producción, una alimentación intelectual, material y moral más abundante, se extiende y se desarrolla. Pero el Estado por sí mismo no es productor. No añade nada, y nada puede agregar a estas riquezas de todo tipo que acumula la sociedad y con las cuales el individuo se beneficia. ¿Cuál será su papel, pues? El de prevenir ciertos malos efectos de la asociación. El individuo por sí mismo, tiene, al nacer, ciertos derechos, por el solo hecho de existir. Es, dice Spencer, un ser viviente y por ello tiene el derecho de vivir, de no ser incomodado por ningún otro individuo en el funcionamiento regular de sus órganos. Es, dice Kant, una personalidad moral, y por eso mismo, está investido de un carácter especial que hace de él un objeto de respeto, tanto en su estado civil como en su estado llamado natural. Ahora bien, estos derechos congénitos, se los entienda como se los entienda o se los explique, están conformados en ciertos aspectos por la asociación. El prójimo, en las relaciones que tiene conmigo, por el solo hecho de que estamos en contacto social, puede amenazar mi existencia, molestar el juego regular de mis fuerzas vitales, o, para hablar en el lenguaje de Kant, faltar al respeto que me debe, violar en mí los derechos del ser moral que yo soy. Es necesario, pues, un órgano que esté destinado a la tarea especial de velar por el mantenimiento de estos derechos individuales; pues si la sociedad puede y debe agregar algo a lo que yo tengo naturalmente y antes de toda institución social de estos derechos, debe primeramente impedir que éstos sean tocados; de otra manera, no tiene razón de ser. Existe un mínimo al cual la sociedad no debe considerar, pero por debajo del cual no debe permitir que se descienda, aunque nos ofrezca en su lugar un lujo que no tendrá valor si lo necesario nos falta en su totalidad o en parte. Es por esto que tantos teóricos, pertenecientes a las más diversas escuelas, han creído necesario limitar las atribuciones del Estado a la administración de una justicia totalmente negativa. Su papel debería reducirse cada vez más a impedir las usurpaciones ilegítimas de los individuos, a mantenerle intacta a cada uno de ellos la esfera a la cual tiene derecho, por el hecho de ser lo que se es. Sin duda, ellos saben que en realidad las funciones del Estado han sido en el pasado mucho más numerosas. Pero atribuyen esta multiplicidad de funciones a las condiciones particulares en las cuales viven las sociedades que no han llegado a un grado suficientemente alto de civilización. El estado de guerra es allí crónico, siempre muy frecuente. Ahora bien, la guerra obliga a dejar de lado los derechos individuales. Necesita una disciplina muy fuerte, y esta disciplina, a su turno, supone un poder fuertemente constituido. De allí proviene la autoridad soberana de la cual los Estados están tan frecuentemente investidos, en relación con los particulares. En virtud de esta autoridad, el Estado interviene en dominios que, por naturaleza, deberían serle extraños. Reglamenta las creencias, la industria, etc.... Pero esta extensión abusiva de su influencia no puede justificarse más que en la medida en que la guerra tiene un papel importante en la vida de los pueblos. Cuanto más desaparece ésta, cuanto más rara se vuelve, más es posible y necesario desarmar al Estado. Como la guerra no ha desaparecido ahora por completo, como hay todavía rivalidades internacionales que temer, el Estado debe, en cierta medida, guardar actualmente algunas de sus atribuciones antiguas. Pero esto no es más que una supervivencia más o menos anormal, cuyos últimos rasgos están destinados a desaparecer progresivamente.
En el punto del curso al que hemos llegado, no es necesario refutar en detalle esta teoría. Está, en principio, en contradicción manifiesta con los hechos. Cuanto más se avanza en la historia, más se observa la multiplicación de las funciones del Estado, al mismo tiempo que se convierten en más importante, y este desarrollo de las funciones se hace sensible materialmente por el desarrollo paralelo del órgano. Qué distancia hay entre lo que es el órgano gubernamental en una sociedad como la nuestra y lo que era en Roma o en una tribu de pieles rojas. Aquí, una multitud de ministerios con engranajes diversos, junto a grandes asambleas cuya organización tiene una complejidad extrema, y por encima, el jefe de Estado con sus servicios especiales. Allá, un príncipe o algunos magistrados, consejos asistidos por secretarios. El cerebro social, como el cerebro humano, ha crecido con el curso de la evolución. Y, sin embargo, la guerra, durante este tiempo, abstracción hecha de algunas regresiones pasajeras, se ha convertido, paulatinamente, en más intermitente y rara. Habría que considerar este desarrollo progresivo del Estado, esta extensión ininterrumpida de sus atribuciones, de la parte administración de justicia, como radicalmente anormal; pero dadas la continuidad, la regularidad de esta extensión, a lo largo de toda la historia, tal hipótesis es insostenible. (…)Sería mejor método, quizá, el considerar como algo regular normal una tendencia tan universalmente irresistible, con la reserva, claro está, de excesos y abusos particulares, pasajeros, que no se pretende negar.
Descartada esta doctrina, nos queda, pues, por decir que el Estado tiene otros fines, otro papel por cumplir que el de velar por el respeto de los derechos individuales. Pero entonces, nos arriesgamos a encontrarnos frente a la solución contraria a la que acabamos de examinar, la solución que llamaría de buena gana solución mística, de la cual las teorías sociales de Hegel nos han dado su expresión más sistemática en ciertos aspectos. Desde este punto de vista, se dice que cada sociedad tiene un fin superior a los fines individuales, sin relación con estos últimos y que el papel del Estado es el de proseguir la realización de este fin verdaderamente social, debiendo ser el individuo un instrumento cuyo papel es ejecutar estos designios que él no ha hecho y que no le conciernen. Debe trabajar por la gloria de la sociedad, por la grandeza de la sociedad, por la riqueza de la sociedad, y debe sentirse pagado por sus esfuerzos por el solo hecho de que, como miembro de esta sociedad, participa en cierto modo de estos bienes que contribuye a conquistar. Recibe una parte de los rayos de esta gloria, un reflejo de esta grandeza llega hasta él y esto es suficiente para interesarlo por los fines que lo trascienden. Esta tesis merece tanto más nuestra detención cuanto que no posee sólo un interés especulativo e histórico, sino que, aprovechando la confusión en que se hallan actualmente las ideas, está empezando una especie de renacimiento: renunciando al culto del individuo que bastaba a nuestros padres, se trata de restaurar bajo una forma nueva el culto de la ciudad

 Lección V: "Moral Cívica. Relación del Estado con el individuo"

Sin duda, tal ha sido realmente, en un gran número de sociedades, la naturaleza de los objetivos perseguidos por el Estado: acrecentar la potencia del Estado y hacer más glorioso su nombre; tal era el único o el principal objetivo de la actividad pública. Los intereses y las necesidades individuales no entraban en la cuenta. El carácter religioso que tenía la política de las sociedades vuelve sensible esta indiferencia del Estado respecto de lo individual. La suerte de los Estados y la de los dioses adorados eran consideradas como estrechamente solidarias. Los primeros no podían ser abatidos sin que el prestigio de los segundos quedara disminuido, y recíprocamente. La religión pública y la moral cívica se confundían, no eran sino aspectos de una misma realidad. Contribuir a la gloria de la ciudad era contribuir a la gloria de los dioses de la ciudad, e inversamente. Ahora bien, lo que caracteriza a los fenómenos de orden religioso es que éstos son de una naturaleza completamente diversa de los fenómenos de orden humano. Dependen de otro mundo. El individuo, como tal, pertenece al mundo profano; los dioses son el centro mismo del mundo, hay un hiato. Los dioses están hechos de sustancias distintas de los hombres, tienen otras ideas, otras necesidades, una existencia diferente. Decir que los fines de la política eran religiosos y que los fines religiosos eran políticos es decir que entre los fines del Estado y los que perseguían los particulares en tanto particulares, había una solución de continuidad. ¿Cómo, pues, el individuo podía dedicarse así a perseguir fines que eran a tal punto extraños a sus preocupaciones privadas? Es que sus preocupaciones privadas contaban relativamente poco para él; su personalidad y todo lo que dependía de ella no tenía sino un débil valor moral. Sus ideas personales, sus creencias personales, sus aspiraciones personales de todo tipo pasaban por ser cantidades despreciables. Lo que tenía valor a los ojos de todos eran las creencias colectivas, las aspiraciones colectivas, las tradiciones comunes y los símbolos que las expresaban. En estas condiciones, los individuos consentían espontáneamente y sin resistencia a someterse al instrumento por el cual se realizaban los fines que no le concernían directamente. Absorbido por la sociedad, seguía dócilmente los impulsos de la misma y subordinaba su destino al destino del ser colectivo, sin que el sacrificio le costara; pues su destino particular no tenía a sus ojos el sentido y la gran importancia que le atribuimos nosotros en la actualidad. Y si esto fue así, es porque era necesario que fuera así; las sociedades no podían existir entonces más que por esta dependencia.
Pero cuanto más se avanza en la historia, más se observa el cambio de las cosas. Perdida al principio en el seno de la masa social, la personalidad individual se desprende de ella. El círculo de la vida individual, restringido al principio y poco respetado, se extiende y se convierte en el objeto eminente del respeto moral. El individuo adquiere derechos cada vez mayores de disponer de sí mismo, de las cosas que le son atribuidas, de hacerse en el mundo aquello que le parezca más conveniente, de desarrollar libremente su naturaleza. La guerra, limitando y disminuyendo su actividad, se convierte en el mal por excelencia. Imponiéndole un sufrimiento inmerecido, aparece cada vez más como la forma por excelencia de la falta moral. En estas condiciones, se contradice a sí mismo si se le exige la subordinación de otras épocas. No se puede hacer de él a la vez un dios, el dios por excelencia, y un instrumento entre las manos de los dioses. No se puede hacer de él el fin supremo y reducirlo a un papel de medio. Si él es la realidad moral, es él quien debe servir de norma a la conducta pública como a la conducta privada. El Estado debe tender a revelar su naturaleza. Se dirá que este culto del individuo es una superstición de la cual es necesario desembarazarse. Pero esto sería ir contra todas las enseñanzas de la historia; pues cuanto más se avanza, mayor es la dignidad de la persona. No hay ley mejor establecida. Es así como toda empresa que pretenda establecer las instituciones sociales sobre el principio opuesto, es irrealizable, y no puede tener más que éxito momentáneo. Pues no se puede hacer que las cosas sean de otra manera de lo que son; no se puede hacer que el individuo deje de convertirse en lo que es, es decir en un foco autónomo de actividad, un sistema que impone fuerzas personales cuya energía no puede ser destruida, así como tampoco las de las fuerzas cósmicas. Es tan imposible como transformar a tal punto nuestra atmósfera física en cuyo seno respiramos.
Pero entonces, ¿no acabamos en una insoluble antinomia? Por un lado, verificamos que el Estado se desarrolla más y más, por el otro, que los derechos individuales, que pasan por ser antagónicos con los del Estado, se desarrollan paralelamente. Si el órgano gubernamental adquiere proporciones cada vez más considerables, es porque su función se hace cada vez más importante, es que los fines que persigue, que responden a su propia actividad, se multiplican; y, con todo, negamos que puede perseguir otros fines que los que interesan al individuo. Ahora bien, éstos pasan, por definición, por ser una dependencia de la actividad individual. Si, como se supone, los derechos del individuo han sido dados con el individuo, el Estado no tiene que intervenir para constituirlos; aquellos no dependen de éste. Pero entonces, si no dependen de éste, si están fuera de su competencia, ¿cómo puede extenderse sin cesar el límite de su competencia, mientras el Estado debe comprender cada vez menos cosas extrañas al individuo?
El solo medio de superar la dificultad es negar el postulado según el cual los derechos del individuo han sido dados con el individuo, es admitir que la institución de estos derechos es la obra misma del Estado. En efecto, entonces todo se explica. Se comprende que las funciones del Estado se extienden sin que resulte por ello una disminución del individuo, o que el individuo se desarrolle sin que el Estado quede disminuido por esto, ya que el individuo sería, en ciertos aspectos, el producto mismo del Estado, ya que la actividad del Estado sería esencialmente la liberadora del individuo. Ahora bien, la historia autoriza, efectivamente, a admitir esta relación de causas y efectos entre la marcha del individualismo moral y la marcha del Estado, y esto surge con evidencia de los hechos. Salvo casos anormales, de los cuales tendremos oportunidad de hablar, cuanto más fuerte es el Estado más respetado es el individuo. Sabemos que el Estado ateniense estaba mucho menos fuertemente construido que el Estado romano, y es claro que el Estado romano, a su turno, sobre todo el Estado de la ciudad, era una organización rudimentaria al lado de nuestros grandes Estados centralizados. La concentración gubernamental tenía un adelanto distinto en la ciudad romana del de todas las ciudades griegas, y la unidad de Estado distintamente acentuada. Esto fue lo que tuvimos ocasión de establecer el año pasado. Un hecho entre otros hace sensible esta diferencia: el culto, en Roma, estaba en manos del Estado; en Atenas, era difuso entre una multitud de colegios sacerdotales. No se encuentra en Atenas nada que se parezca al cónsul romano, en las manos del cual se centralizaban todos los poderes gubernamentales. La administración ateniense estaba dispersa entre una multitud incoherente de funcionarios distintos. Cada uno de los grupos elementales formantes de la sociedad: clanes, fratrías, tribus, conservaba su autonomía mucho más que en Roma, donde fueron rápidamente absorbidos en la masa de la sociedad. En cuanto a la distancia en que se encuentran, en este aspecto, los Estados europeos en relación con los Estados griegos o italianos, es manifiesta. Ahora bien, el individualismo estaba diferentemente desarrollado en Roma que en Atenas. Este vivo sentimiento que se tenía en Roma del carácter respetable de la persona se expresaba en las fórmulas conocidas, donde se afirmaba la dignidad del ciudadano romano y en las libertades que eran lasa características jurídicas de la misma.
Este es uno de los puntos que Jhering ha contribuido a aclarar (II, p. 131). Asimismo, el punto de vista de la libertad del pensamiento. Pero, por considerable que sea el individualismo romano, es poca cosa al lado del que se ha desarrollado en el seno de las sociedades cristianas. El culto cristiano es un culto interior: está hecho de fe interior más que de prácticas materiales; ahora bien, la fe intensa escapa al control exterior. En Atenas, el desarrollo intelectual (científico, filosófico) fue mucho más considerable que en Roma. Pero la ciencia y la filosofía, la reflexión colectiva se considera que se desarrollan como el individualismo. Es cierto, en efecto, que éstas van unidas muy frecuentemente. Pero es un error suponer que esto sea necesario. En la India, el brahmanismo y el budismo han tenido una metafísica muy sabia y muy refinada; el culto budista reposa sobre toda una teoría del mundo. Las ciencias han sido muy desarrolladas en los templos egipcios. Se sabe, sin embargo, que en una y otra sociedad, el individualismo estaba casi completamente ausente. Esto prueba mejor que todo otro hecho el carácter panteísta de estas metafísicas y religiones de las cuales aquellas trataban de dar una especie de fórmula racional y sistemática. Pues la fe panteísta es imposible allí donde los individuos tiene un vivo sentimiento de su individualidad. Es así como las letras y la filosofía han sido muy practicadas en los monasterios del Medioevo. En efecto, la intensidad de la reflexión, en el individuo como en la sociedad, está en razón inversa respecto de la actividad práctica. Si, por alguna circunstancia, la actividad práctica se halla reducida por debajo del nivel normal en una parte de la sociedad, se desarrollan tanto más las energías intelectuales, tomando todo el lugar que les ha sido dejado libre de esta forma. Ahora bien, es el caso de los sacerdotes y monjes, sobre todo en las religiones contemplativas. Por otro lado, se sabe igualmente que la vida práctica de Atenas estaba reducida a poca cosa. Se vivía del ocio. En estas condiciones se produce un progreso considerable de la ciencia, de la filosofía, que, sin duda, una vez nacidas, pueden provocar un movimiento individualista, pero que no derivan de éste. Puede ocurrir, asimismo, que la reflexión desplegada de este modo no tenga tal consecuencia, que sea esencialmente conservadora. Se dedica, entonces, a hacer la teoría del estado de cosas existente, o bien a hacer su crítica. Tal es, ante todo, el carácter de la especulación sacerdotal, y la especulación griega mantuvo, durante mucho tiempo, esta misma disposición. Las teorías políticas y morales de Aristóteles y de Platón no hicieron sino reproducir sistemáticamente, una la organización de Esparta y la otra la de Atenas.
En fin, una última razón que impide medir el grado de individualismo de un país según el desarrollo que han alcanzado en él las facultades reflexivas, es que el individualismo no es una teoría, está en el orden de la práctica, no en el de la especulación. Para que sea él mismo, es necesario que afecte las costumbres, los órganos sociales, y a veces ocurre que se disipa enteramente, por así decir, en sueños especulativos, en lugar de penetrar lo real y de producir el cuerpo de prácticas y de instituciones que les sea adecuado. Se observa entonces que se producen sistemas que manifiestan aspiraciones sociales hacia un individualismo más desarrollado, pero que permanece en estado de deseo, porque las condiciones necesarias para que se realice están ausentes. ¿No es éste el caso de nuestro individualismo francés? Está expresado teóricamente en la Declaración de los Derechos del Hombre, aunque en forma exagerada; sin embargo, está lejos de hallarse arraigado profundamente en el país. La prueba de esto es la extrema facilidad con que muchas veces hemos aceptado, en el curso de este siglo, regímenes autoritarios, que se basaban en principios muy distintos. A pesar de la letra de nuestro código moral, los viejos hábitos persisten, más de lo que nosotros creemos, más de lo que nosotros quisiéramos. Porque para instituir una moral individualista, no es suficiente afirmarla, traducirla a bellos sistemas; es necesario que se disponga a la sociedad en forma tal que se haga posible y duradera esta constitución. De otra manera, la misma seguirá siendo difusa y doctrinaria.
Así, la historia parece probar que el Estado no ha sido creado y no tiene simplemente por función el impedir que el individuo sea turbado en el ejercicio de sus derechos naturales, sino que estos derechos han sido creados y organizados por el Estado, haciéndolos realidades. Y, en efecto, el hombre no es hombre más que por vivir en sociedad. Retirad del hombre lo que es de origen social, y no quedará más que un animal análogo a los otros animales. Es la sociedad quien lo ha elevado a este punto por encima de la naturaleza física, y ha logrado tal resultado porque la asociación, agrupando las fuerzas psíquicas individuales, las intensifica, las lleva a un grado de energía y de productividad superiores a las que podrían alcanzar si hubieran permanecido aisladas unas de otras. De tal modo surge una vida psíquica de un nuevo género, infinitamente más rica, más variada que aquella de la cual podría ser teatro el individuo solitario, y la vida así surgida, penetrando al individuo que participa en ella, lo transforma. Pero, por otro lado, al mismo tiempo que la sociedad alimenta y enriquece la naturaliza individual, tiende inevitablemente a limitarla, y esto por la misma razón. Precisamente porque el grupo es una fuerza moral a tal punto superior a la de las partes, el primero tiende necesariamente a subordinar a estas últimas. Éstas no pueden dejar de caer bajo la dependencia de aquél. Hay aquí una ley de mecánica moral, tan ineludible como las leyes de la mecánica física. Todo grupo que dispone de sus miembros por obligación, se esfuerza por modelarlos a su imagen, por imponer sus maneras de pensar y de obrar, por impedir las diferencias. Toda sociedad es despótica, si nada exterior a ella contiene su despotismo. No quiero decir, por otra parte, que este despotismo tenga nada de artificial; es natural porque es necesario y, además, en ciertas condiciones, las sociedades no se pueden mantener de otra forma. No quiero decir que éste no tenga nada de insoportable; por el contrario, el individuo no lo siente, así como no sentimos la atmósfera que pesa sobre nuestras espaldas. Desde el momento en que el individuo ha sido elevado por la colectividad de esta manera, quiere naturalmente lo que ella quiere, y acepta sin pena el estado de sujeción al que se encuentra reducido. Para que tenga conciencia de esto y se resista, es necesario que las aspiraciones individualistas aparezcan, y éstas no pueden aparecer en estas condiciones.
Pero, se dirá, ¿para que sea de otra manera, no es suficiente que la sociedad tenga una cierta extensión? Sin duda, cuando ésta es pequeña, como rodea a cada individuo por todas partes y en todos los instantes, no le permite desarrollarse libremente. Siempre presente, siempre actuante, no permite ningún lugar a su iniciativa. Pero no es lo mismo cuando ésta alcanza dimensiones apreciables. Cuando abarca una multitud de sujetos, no puede ejercer sobre cada uno un control tan continuo, tan atento y tan eficaz como cuando su vigilancia se concentra sobre un pequeño número. Se es mucho más libre en el seno de una muchedumbre que en el seno de una pequeña reunión. Por consiguiente, las diferencias individuales pueden aparecer más fácilmente, la tiranía colectiva disminuye, el individualismo se establece de hecho, y, con el tiempo, el hecho se convierte en derecho. Sólo que las cosas no pueden ocurrir así más que con una condición. Es necesario que en el interior de esta sociedad no se formen grupos secundarios que gocen de una autonomía suficiente para que cada uno de ellos se convierta en una especie de pequeña sociedad en el seno de la grande. Pues entonces, cada una de éstas se comporta respecto de las otras casi como si estuviera sola, y todo ocurre como si la sociedad total no existiera. Cada uno de estos grupos, encerrando muy juntos a los individuos que lo forman, perjudicará su expansión; el espíritu colectivo se impondrá a las condiciones particulares. Una sociedad formada por clanes yuxtapuestos, de ciudades o lugares más o menos independientes, o de grupos profesionales numerosos, autónomos los unos respecto de los otros, será, casi, tan opresiva de toda individualidad como si estuviera formada por un solo clan, por una sola ciudad, por una sola corporación. Ahora bien, la formación de grupos secundarios de este tipo es inevitable; pues en una sociedad vasta, hay siempre intereses particulares locales, profesionales, que tienden, naturalmente, a unir a las personas a las cuales se refieren. Hay aquí la materia para las asociaciones particulares, las corporaciones, las reuniones de todo tipo, y si algún contrapeso no neutraliza su acción, cada una de éstas tenderá a absorber a sus miembros. En cualquier caso, existe, al menos, la sociedad doméstica, y se sabe hasta qué punto es absorbente cuando queda abandonada a sí misma, cómo retiene en su órbita y bajo su dependencia inmediata a todos los que la componen. (En fin, si no se forman grupos secundarios de este tipo, al menos se constituirá, al frente de la sociedad, una fuerza colectiva para gobernarla. Y si esta fuerza colectiva queda sola, si no se tiene frente a sí más que individuos, la misma ley mecánica los hará caer bajo su dependencia).
Para prevenir este resultado, para conducir hacia el terreno del desarrollo individual, no basta, pues, con que una sociedad sea amplia; es necesario que el individuo pueda moverse con una cierta libertad por una vasta extensión; es necesario que no sea retenido y acaparado por los grupos secundarios; es necesario que éstos no puedan convertirse en dueños de sus miembros y los forme a su gusto. Es necesario, pues, que haya por encima de todos estos poderes locales, familiares, en una palabra, secundarios, un poder general que haga la ley para todos, que recuerde a cada uno de ellos que es no un todo sino una parte del todo, y que no debe retener para sí lo que, en principio, pertenece al todo. El único medio de prevenir este particularismo colectivo y sus consecuencias para el individuo, es que un órgano especial tenga por función representar ante estas colectividades particulares a la colectividad total, sus derechos y sus intereses. Y estos derechos y estos intereses se confunden con los del individuo. He aquí cómo la función esencial del Estado es liberar las personalidades individuales. Por el solo hecho de contener a las sociedades elementales que comprende, les impide ejercer sobre el individuo la influencia opresiva que ejercían de otra forma. Su intervención en las diferentes esferas de la vida colectiva no tiene, pues, nada de tiránica; al contrario, tiene por objeto y por efecto aliviar las tiranías existentes. Pero, se dirá, ¿no puede convertirse en despótica a su vez? Sí, sin duda, a condición de que nada le haga de contrapeso. Entonces, como única fuerza colectiva existente, produce los efectos que engendra en los individuos toda fuerza colectiva que ninguna fuerza opuesta del mismo género neutraliza. Esta misma se convierte en niveladora y opresiva. Y la opresión que ejerce tiene algo más de insoportable que la que proviene de los pequeños grupos, porque es más artificial. El Estado, en nuestras grandes sociedades, está tan alejado de los intereses particulares que no puede tomar en cuenta las condiciones especiales, locales, etc..... en las cuales éstos se encuentra. Cuando el Estado trata de reglamentarlos, no lo logra más que violentándolos y desnaturlizándolas. Además, no se halla en contacto suficiente con la multitud de los individuos para poder formarlos interiormente como para que éstos acepten de buen grado la acción que tiene sobre ellos mismos. Se le escapan en parte, y éste no puede actuar más que en el seno de una vasta sociedad; la individualidad no aparece. De allí todos los tipos de resistencias y de conflictos dolorosos. Los pequeños grupos no tienen este inconveniente; están demasiado próximos a las cosas que son su razón de ser para poder adaptar exactamente su acción; y envuelven desde demasiado cerca al individuo como para hacerlos a su imagen. Pero la conclusión que se desprende de esto es simplemente que la fuerza colectiva que es el Estado, para ser liberadora del individuo, tiene necesidad de contrapeso; debe ser contenida por otras fuerzas colectivas, los grupos secundarios de los cuales hablaremos más adelante. Si no es bueno que éstos permanezcan solos, es necesario sin embargo, que existan. Y es de este conflicto de fuerzas sociales de donde nacen las libertades individuales. Se observa así qué importancia tienen estos grupos. No sirven sólo para ordenar y administrar los intereses de su competencia. Tienen un papel más general; son una de las condiciones indispensables de la emancipación individual.
De cualquier forma el Estado no es por sí mismo un antagonista del individuo. El individualismo no es posible más que por él, aunque no pueda servir a su realización más que en ciertas condiciones. Se puede decir que es éste quien constituye su función esencial. Es éste quien ha sustraído al niño de la dependencia patriarcal, de la tiranía doméstica, es éste quien ha liberado al ciudadano de los grupos feudales, más tarde comunales, es éste quien ha liberado al obrero y al patrón de la tiranía corporativa, y si ejerce su actividad muy violentamente, la misma no está viciada, en suma, más que porque se limita a ser puramente destructiva. He aquí lo que justifica la extensión creciente de sus atribuciones. Esta concepción del Estado es, pues, individualista, sin confinar, con todo, al Estado en la administración de una justicia totalmente negativa; le reconoce el derecho y el deber de desempeñar un papel más amplio en todas las esferas de la vida colectiva, sin ser mística (1). Pues el fin que esta concepción asigna al Estado, puede ser comprendido por los individuos, así como las relaciones que éste mantiene con ellos. Pueden, estos individuos, colaborar con él, tomando en cuenta lo que hacen, el fin de su acción, porque es con ellos mismos que el Estado actúa. Pueden también contradecirlo, y aun por ello convertirse en instrumentos del Estado, ya que la acción de éste tiende a realizarlos. Y sin embargo, ellos no son, como lo pretende la escuela individualista utilitaria, o la escuela kantiana, los todos que se bastan a sí mismos, y que el Estado debe limitarse a respetar, ya que por el Estado, y sólo por él, ellos existen moralmente.
(1) Es necesario comprender: sin convertirse, por ello, en una concepción mística del Estado.




sábado, 28 de abril de 2012

Max Weber, "Economía y sociedad" - Cap. III "Tipos de dominación"



Los Tipos de Dominación
1. Las Formas de Legitimidad
1. Debe entenderse por "dominación", de acuerdo con la definición ya dada (cap. I, § 16), la probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado para mandatos específicos (o para toda clase de mandatos). No es, por tanto, toda especie de probabilidad de ejercer "poder" o "influjo" sobre otros hombres. En el caso concreto esta dominación ("autoridad"), en el sentido indicado, puede descansar en los más diversos motivos de sumisión: desde la habituación inconsciente hasta lo que son consideraciones puramente racionales con arreglo a fines. Un determinado mínimo de voluntad de obediencia, o sea de interés (externo o interno) en obedecer, es esencial en toda relación auténtica de autoridad.
No toda dominación se sirve del medio económico. Y todavía menos tiene toda dominación fines económicos. Pero toda dominación sobre una pluralidad de hombres requiere de un modo normal (no absolutamente siempre) un cuadro administrativo (ver cap. I, § 12); es decir, la probabilidad, en la que se puede confiar, de que se dará una actividad, dirigida a la ejecución de sus ordenaciones generales y mandatos concretos, por parte de un grupo de hombres cuya obediencia se espera. Este cuadro administrativo puede estar ligado a la obediencia de su señor (o señores) por la costumbre, de un modo puramente afectivo, por intereses materiales o por motivos ideales (con arreglo a valores). La naturaleza de estos motivos determina en gran medida el tipo de dominación. Motivos puramente materiales y racionales con arreglo a fines como vínculo entre el imperante y su cuadro implican aquí, como en todas partes, una relación relativamente frágil. Por regla general se le añaden otros motivos: afectivos o racionales con arreglo a valores. En casos fuera de lo normal pueden éstos ser los decisivos. En lo cotidiano domina la costumbre y con ella intereses materiales, utilitarios, tanto en ésta como en cualquiera otra relación. Pero la costumbre y la situación de intereses, no menos que los motivos puramente afectivos y de valor (racionales con arreglo a valores), no pueden representar los fundamentos en que la dominación confía. Normalmente se les añade otro factor: la creencia en la legitimidad.
De acuerdo con la experiencia ninguna dominación se contenta voluntariamente con tener como probabilidades de su persistencia motivos puramente materiales, afectivos o racionales con arreglo a valores. Antes bien, todas procuran despertar y fomentar la creencia en su "legitimidad". Según sea la clase de legitimidad pretendida es fundamentalmente diferente tanto el tipo de la obediencia, como el del cuadro administrativo destinado a garantizarla, como el carácter que toma el ejercicio de dominación. Y también sus efectos. Por eso, parece adecuado distinguir las clases de dominación según sus pretensiones típicas de legitimidad. Para ello es conveniente partir de relaciones modernas y conocidas.
1. Tan sólo los resultados que se obtengan pueden justificar que se haya tomado este punto de partida para la clasificación y no otro. No puede ser en esto un inconveniente decisivo el que por ahora se pospongan para ser añadidas otras características distintivas típicas. La "legitimidad" de una dominación tiene una importancia que no es puramente "ideal" -aunque no sea más que por el hecho de que mantiene relaciones muy determinadas con la legitimidad de la "propiedad".
2. No toda "pretensión" convencional o jurídicamente garantizada debe llamarse "relación de dominación". Pues de esta suerte podría decirse que el trabajador en el ámbito de la pretensión de su salario es "señor" del patrono, ya que éste a demanda del ejecutor judicial, está a su disposición. En verdad, es formalmente sólo una parte "acreedora" a la realización de ciertas prestaciones en un determinado cambio de servicios. Sin embargo, el concepto de una relación de dominación no excluye naturalmente el que haya podido surgir por un contrato formalmente libre: así en la dominación del patrono sobre el obrero traducida en las instrucciones y ordenanzas de su trabajo o en la dominación del señor sobre el vasallo que ha contraído libremente el pacto feudal. El que la obediencia por disciplina militar sea formalmente "obligada" mientras la que impone la disciplina de taller es formalmente "voluntaria", no altera para nada el hecho de que la disciplina de taller implica también sumisión a una autoridad (dominación). También la posición del funcionario se adquiere por contrato y es denunciable, y la relación misma de "súbdito" puede ser aceptada y (con ciertas limitaciones) disuelta voluntariamente. La absoluta carencia de una relación voluntaria sólo se da en los esclavos. Tampoco, por otra parte, debe llamarse "dominación" a un poder "económico" determinado por una situación de monopolio; es decir, en este caso, por la posibilidad de "dictar" a la otra parte las condiciones del negocio; su naturaleza es idéntica a la de toda otra "influencia" condicionada por cualquiera otra superioridad: erótica, deportiva, dialéctica, etc. Cuando un gran banco se encuentra en situación de forzar a otros bancos a aceptar un cártel de condiciones, esto no puede llamarse, sin más, "dominación", mientras no surja una relación de obediencia inmediata: o sea, que las disposiciones de la dirección de aquel banco tengan la pretensión y la probabilidad de ser respetadas puramente en cuanto tales, y sean controladas en su ejecución. Naturalmente, aquí como en todo la transición es fluida: entre la simple responsabilidad por deudas y la esclavitud por deudas existen toda suerte de gradaciones intermedias. Y la posición de un "salón" puede llegar hasta los límites de una situación de poder autoritario, sin ser por eso necesariamente "dominación". Con frecuencia no es posible en la realidad una separación rigurosa, pero por eso mismo es más imperiosa la necesidad de conceptos claros.
3. La "legitimidad" de una dominación debe considerarse sólo como una probabilidad, la de ser tratada prácticamente como tal y mantenida en una proporción importante. Ni con mucho ocurre que la obediencia a una dominación esté orientada primariamente (ni siquiera siempre) por la creencia en su legitimidad. La adhesión puede fingirse por individuos y grupos enteros por razones de oportunidad, practicarse efectivamente por causa de intereses materiales propios, o aceptarse como algo irremediable en virtud de debilidades individuales y de desvalimiento. Lo cual no es decisivo para la clasificación de una dominación. Más bien, su propia pretensión de legitimidad, por su índole la hace "válida" en grado relevante, consolida su existencia y codetermina la naturaleza del medio de dominación. Es más, una dominación puede ser tan absoluta -un caso frecuente en la práctica- por razón de una comunidad ocasional de intereses entre el soberano y su cuadro (guardias personales, pretorianos, guardias "rojos" o "blancos") frente a los dominados, y encontrarse de tal modo asegurada por la impotencia militar de éstos, que desdeñe toda pretensión de "legitimidad". Sin embargo, aún en este caso, la clase de relación de la legitimidad entre el soberano y su cuadro administrativo es muy distinta según sea la clase del fundamento de la autoridad que entre ellos exista, siendo decisiva en gran medida para la estructura de la dominación, como se mostrará más adelante.
4. "Obediencia" significa que la acción del que obedece transcurre como si el contenido del mandato se hubiera convertido, por sí mismo, en máxima de su conducta; y eso únicamente en méritos de la relación formal de obediencia, sin tener en cuenta la propia opinión sobre el valor o desvalor del mandato como tal.
5. Desde un punto de vista puramente psicológico la cadena causal puede mostrarse diferente; puede ser, especialmente, el "inspirar" o la "endopatía". Esta distinción, sin embargo, no es utilizable en la construcción de los tipos de dominación.
6. El ámbito de la influencia autoritaria de las relaciones sociales y de los fenómenos culturales es mucho mayor de lo que a primera vista parece. Valga como ejemplo la suerte de dominación que se ejerce en la escuela, mediante la cual se imponen las formas de lenguaje oral y escrito que valen como ortodoxas. Los dialectos que funcionan como lenguajes de cancillería de una asociación política autocéfala, es decir, de sus señores, se convierten en su forma de lenguaje y escritura ortodoxa y han determinado las separaciones "nacionales" (por ejemplo, Holanda y Alemania). La autoridad de los padres y de la escuela llevan su influencia mucho más allá de aquellos bienes culturales de carácter (aparentemente) formal, pues conforma a la juventud y de esa manera a los hombres.
7. El que el dirigente y el cuadro administrativo de una asociación aparezcan según la forma como "servidores" de los dominados, nada demuestra respecto del carácter de "dominación". Más tarde se hablará particularmente de las situaciones de hecho de la llamada "democracia". Hay, empero, que atribuirle en casi todos los casos imaginables un mínimo de poder decisivo de mando, y en consecuencia de "dominación".
2. Existen tres tipos puros de dominación legítima. El fundamento primario de su legitimidad puede ser:
1. De carácter racional: que descansa en la creencia en la legalidad de ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad (autoridad legal).
2. De carácter tradicional: que descansa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones que rigieron desde lejanos tiempos y en la legitimidad de los señalados por esa tradición para ejercer la autoridad (autoridad tradicional).
3. De carácter carismático: que descansa en la entrega extracotidiana a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas (llamada) (autoridad carismática).
En el caso de la autoridad legal se obedecen las ordenaciones impersonales y objetivas legalmente estatuidas y las personas por ellas designadas, en méritos éstas de la legalidad formal de sus disposiciones dentro del círculo de su competencia. En el caso de la autoridad tradicional se obedece a la persona del señor llamado por la tradición y vinculado por ella (en su ámbito) por motivos de piedad (pietas), en el círculo de lo que es consuetudinario. En el caso de la autoridad carismática se obedece al caudillo carismáticamente calificado por razones de confianza personal en la revelación, heroicidad o ejemplaridad, dentro del círculo en que la fe en su carisma tiene validez.
1. La utilidad de esta división sólo puede mostrarla el rendimiento sistemático que con ella se busca. El concepto de "carisma" (gracia) se ha tomado de la terminología del cristianismo primitivo. Con respecto a la hierocracia cristiana Rudolf Sohm ha sido el primero que en su Kirchenrecht (derecho eclesiástico) empleó el concepto, aunque no la terminología; otros (por ejemplo, Hall, Enthusiasmus und Bussgewalt, "Entusiasmo y poder expiatorio") destacaron ciertas consecuencias importantes.
2. El que ninguno de los tres tipos ideales -que van a estudiarse en lo que sigue- acostumbre a darse "puro"en la realidad histórica, no debe impedir aquí, como en parte alguna, la fijación conceptual en la forma más pura posible de su construcción. Más tarde habrá de considerarse (§§ 11 ss.) la transformación del carisma puro al ser absorbido por lo cotidiano, y de esa manera se hará mayor la conexión con las formas empíricas de dominación. Pero aún entonces tiene validez para todo fenómeno empírico e histórico de dominación, que nunca constituye "un libro abierto" en donde todo se declare. Y la tipología sociológica ofrece al trabajo histórico concreto por lo menos la ventaja, con frecuencia nada despreciable, de poder decir en el caso particular de una forma de dominación lo que en ella hay de "carismático", de "carisma hereditario", de "carisma institucional", de "patriarcal" (§ 7), de "burocrático" (§ 4), de "estamental", etc., o bien en lo que se aproxima a uno de estos tipos; y asimismo la ventaja de trabajar con conceptos pasablemente unívocos. Pero con todo, estamos muy lejos de creer que la realidad histórica total se deje "apresar" en el esquema de conceptos que vamos a desarrollar.
3. DOMINACIÓN TRADICIONAL
§6. Debe entenderse que una dominación es tradicional cuando su legitimidad descansa en la santidad de ordenaciones y poderes de mando heredados de tiempos lejanos, "desde tiempo inmemorial", creyéndose en ella en méritos de esa santidad. El señor o los señores están determinados en virtud de reglas tradicionalmente recibidas. La "asociación de dominación", en el caso más sencillo, es primariamente una "asociación de piedad" determinada por una comunidad de educación. El soberano no es un "superior", sino un señor personal, su cuadro administrativo no está constituido por "funcionarios" sino por "servidores", los dominados no son "miembros" de la asociación sino: 1) "compañeros tradicionales" (§ 7a, o 2) "súbditos". Las relaciones del cuadro administrativo para con el soberano no se determinan por el deber objetivo del cargo, sino por la fidelidad personal del servidor.
No se obedece a disposiciones estatuidas, sino a la persona llamada por la tradición o por el soberano tradicionalmente determinado: y los mandatos de esta persona son legítimos de dos maneras:
a) en parte por la fuerza de la tradición que señala inequívocamente el contenido de los ordenamientos, así como su amplitud y sentido tal como son creídos, y cuya conmoción por causa de una transgresión de los límites tradicionales podría ser peligrosa para la propia situación tradicional del imperante;
b) en parte por arbitrio libre del señor, al cual la tradición le demarca el ámbito correspondiente.
Este arbitrio tradicional descansa primeramente en la limitación, por principio, de la obediencia por piedad.
Existe por consiguiente el doble reino:
a) de la acción del imperante materialmente vinculada por la tradición.
b) de la acción del imperante materialmente libre de tradición.
Dentro de este último el soberano puede dispensar su "favor" otorgando o retirando su gracia libérrima por inclinaciones o antipatías personales o por decisión puramente personal, particularmente también la comprada mediante regalos -la fuente de los "arbitrios". En la medida en que el soberano procede según principios son éstos los de la justicia y equidad, con un contenido ético material, o los de la conveniencia utilitaria, pero no -como en la dominación legal- principios formales. De hecho el ejercicio de la dominación se orienta por lo que, de acuerdo con la costumbre, está permitido al señor (y a su cuadro administrativo) frente a la obediencia tradicional de los súbditos, de modo que no provoque su resistencia. Esta resistencia se dirige, cuando surge, contra la persona del señor (o de los servidores) que desatendió los límites tradicionales del poder, pero no contra el sistema como tal ("revolución tradicionalista").
En el tipo puro de dominación tradicional es imposible la "creación" deliberada, por declaración, de nuevos principios jurídicos o administrativos. Nuevas creaciones efectivas sólo pueden ser legitimadas por considerarse válidas de antaño y ser reconocidas por la "sabiduría" tradicional. Sólo cuentan como elementos de orientación en la declaración del derecho los testimonios de la tradición: "precedentes y jurisprudencia".
4. DOMINACION CARISMATICA
§ 10. Debe entenderse por "carisma" la cualidad, que pasa por extraordinaria (condicionada mágicamente en su origen, lo mismo si se trata de profetas que de hechiceros, árbitros, jefes de cacería o caudillos militares), de una personalidad, por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas sobrenaturales o sobre humanas -o por lo menos específicamente extracotidianas y no asequibles a cualquier otro-, o como enviados del dios, o como ejemplar y, en consecuencia, como jefe, caudillo, guía o líder. El modo como habría de valorarse "objetivamente" la cualidad en cuestión, sea desde un punto de vista ético, estético u otro cualquiera, es cosa del todo indiferente en lo que atañe a nuestro concepto, pues lo que importa es cómo se valora "por los dominados" carismáticos, por los "adeptos".
El carisma de un "poseso" (cuyos frenesíes se atribuían, al parecer sin razón, al uso de determinadas drogas; en el Bizancio medieval se mantenía un cierto número de éstos dotados con el carisma del frenesí bélico como una especie de instrumento de guerra), de un "chamán" (magos, en cuyos éxtasis, en el caso puro, se daba la posibilidad de ataques epileptoides como condición previa), la del fundador de los mormones (quizás, mas no con seguridad absoluta, un tipo de refinado farsante) o la de un literato entregado a sus éxtasis demagógicos como Kurt Eisner, todos ellos se consideran por la sociología, exenta de valoraciones, en el mismo plano que el carisma de los que según apreciación corriente son "grandes" Héroes, Profetas y Salvadores.
1. Sobre la validez del carisma decide el reconocimiento -nacido de la entrega a la revelación, de la reverencia por el héroe, de la confianza en el jefe- por parte de los dominados; reconocimiento que se mantiene por "corroboración" de las supuestas cualidades carismáticas -siempre originariamente por medio del prodigio. Ahora bien, el reconocimiento (en el carisma genuino) no es el fundamento de la legitimidad, sino un deber de los llamados, en méritos de la vocación y de la corroboración, a reconocer esa cualidad. Este "reconocimiento" es, psicológicamente, una entrega plenamente personal y llena de fe surgida del entusiasmo o de la indigencia y la esperanza.
Ningún profeta ha considerado su cualidad como dependiente de la multitud, ningún rey ungido o caudillo carismático ha tratado a los oponentes o a las personas fuera de su alcance sino como incumplidores de un deber; y la no participación en el reclutamiento guerrero, formalmente voluntario, abierto por el caudillo ha sido objeto de burla y desprecio en todo el mundo.
2. Si falta de un modo permanente la corroboración, si el agraciado carismático parece abandonado de su dios o de su fuerza mágica o heroica, le falla el éxito de modo duradero y, sobre todo, si su jefatura no aporta ningún bienestar a los dominados, entonces hay la probabilidad de que su autoridad carismática se disipe. Este es el sentido genuinamente carismático del imperio "por la gracia de Dios".
Aun los viejos reyes germánicos podían encontrarse ante "manifestaciones públicas de desprecio". Cosa que ocurría, pero en masa, en los llamados pueblos primitivos. En China la calificación carismática de los monarcas (carismático-hereditaria sin modificaciones, ver § 11) estaba fijada de un modo tan absoluto, que todo infortunio, cualquiera que éste fuese -no sólo guerras desgraciadas, sino sequías, inundaciones, sucesos astronómicos aciagos- le obligaba a expiación pública y eventualmente a abdicar. En ese caso no tenía el carisma de la "virtud" exigida (clásicamente determinada) por el espíritu del cielo y no era, por tanto, el legítimo "Hijo del cielo".
3. La dominación carismática supone un proceso de comunización de carácter emotivo. El cuadro administrativo de los imperantes carismáticos no es ninguna "burocracia", y menos que nada una burocracia profesional. Su selección no tiene lugar ni desde puntos de vista estamentales ni desde los de la dependencia personal o patrimonial. Sino que se es elegido a su vez por cualidades carismáticas: al profeta corresponden los discípulos, al príncipe de la guerra el "séquito", al jefe, en general, los "hombres de confianza". No hay ninguna "colocación" ni "destitución", ninguna "carrera" ni "ascenso", sino sólo llamamiento por el señor según su propia inspiración fundada en la calificación carismática del vocado. No hay ninguna "jerarquía", sino sólo intervenciones del jefe, de haber insuficiencia carismática del cuadro administrativo, bien en general, bien para un caso dado, y eventualmente cuando se le reclame. No existen ni "jurisdicción" ni "competencias", pero tampoco apropiación de los poderes del cargo por "privilegio", sino sólo (de ser posible) limitación espacial o a determinados objetos del carisma y la "misión". No hay "sueldo" ni "prebenda" alguna, sino que los discípulos y secuaces viven (originariamente) con el señor en comunismo de amor o camaradería, con medios procurados por mecenas. No hay ninguna "magistratura" firmemente establecida, sino sólo misioneros comisionados carismáticamente con una misión, dentro del ámbito de la misión otorgada por el señor y de su propio carisma. No existe reglamento alguno, preceptos jurídicos abstractos, ni aplicación racional del derecho orientada por ellos, más tampoco se dan arbitrios y sentencias orientados por precedentes tradicionales, sino que formalmente son lo decisivo las creaciones de derecho de caso en caso, originariamente sólo juicios de Dios y revelaciones. Sin embargo, en su aspecto material rige en toda dominación carismática genuina la frase: "estaba escrito, pero yo en verdad os digo"; el profeta genuino, como el caudillo genuino, como todo jefe genuino en general, anuncia, crea, exige nuevos mandamientos -en el sentido originario del carisma: por la fuerza de la revelación, del oráculo, de la inspiración o en méritos de su voluntad concreta de organización, reconocida en virtud de su origen por la comunidad de creyentes, guerreros, prosélitos u otra clase de personas. El reconocimiento crea un deber. En tanto que a una profecía no se le oponga otra concurrente con la pretensión a su vez de validez carismática, únicamente existe una lucha por el liderazgo que sólo puede decidirse por medios mágicos o por reconocimiento (según deber) de la comunidad, en la que el derecho sólo puede estar de un lado, mientras que del otro sólo está la injuria sujeta a expiación.
La dominación carismática se opone, igualmente, en cuanto fuera de lo común y extracotidiana, tanto a la dominación racional, especialmente la burocrática, como a la tradicional, especialmente la patriarcal y patrimonial o estamental. Ambas son formas de la dominación cotidiana, rutinaria -la carismática (genuina) es específicamente lo contrario. La dominación burocrática es específicamente racional en el sentido de su vinculación a reglas discursivamente analizables; la carismática es específicamente irracional en el sentido de su extrañeza a toda regla. La dominación tradicional está ligada a las precedentes del pasado y en cuanto tal igualmente orientada por normas; la carismática subvierte el pasado (dentro de su esfera) y es en este sentido específicamente revolucionaria. No conoce ninguna apropiación del poder de mando, al modo de la propiedad de otros bienes, ni por los señores ni por poderes estamentales, sino que es legítima en tanto que el carisma personal "rige" por su corroboración, es decir, en tanto que encuentra reconocimiento, y "han menester de ella" los hombres de confianza, discípulos, séquito; y sólo por la duración de su confirmación carismática.
Lo dicho apenas necesita aclaración. Vale lo mismo para el puro dominador carismático "plebiscitario" (el "imperio del genio" de Napoleón, que hizo de plebeyos reyes y generales) que para los profetas o héroes militares.
4. El carisma puro es específicamente extraño a la economía. Constituye, donde aparece, una vocación en el sentido enfático del término: como "misión" o como "tarea" íntima. Desdeña y rechaza, en el tipo puro, la estimación económica de los dones graciosos como fuente de ingresos -lo que ciertamente ocurre más como pretensión que como hecho. No es que el carisma renuncie siempre a la propiedad y al lucro, como ocurrió en determinadas circunstancias con los profetas y sus discípulos. El héroe militar y su séquito buscan botín; el imperante plebiscitario o el jefe carismático de partido buscan medios materiales para su poder; el primero, además, se afana por el brillo material de su dominación para afianzar su prestigio de mando. Lo que todos desdeñan -en tanto que existe el tipo carismático genuino- es la economía racional o tradicional de cada día, el logro de "ingresos" regulares en virtud de una actividad económica dirigida a ello de un modo continuado. Las formas típicas de la cobertura de necesidades de carácter carismático son, de un lado, las mecenísticas -de gran estilo (donaciones, fundaciones, soborno, propinas de importancia)- y las mendicantes, y, de otro lado, el botín y la extorsión violenta o (formalmente) pacífica. Considerada desde la perspectiva de una economía racional es una fuerza típica de la "antieconomicidad", pues rechaza toda trabazón con lo cotidiano. Tan sólo puede "llevar aparejada", por así decirlo, con absoluta indiferencia íntima, una intermitente adquisición ocasional. El "vivir de rentas", como forma de estar relevado de toda gestión económica, puede ser -en muchos casos- el fundamento económico de existencias carismáticas. Pero no se aplica esto a los "revolucionarios" carismáticos normales.
La no admisión de cargos eclesiásticos por los jesuitas es una aplicación racionalizada de este principio del "discipulado". Es cosa clara que todos los héroes de la ascética, de las órdenes mendicantes y de los combatientes por la fe quedan comprendidos en lo que venimos diciendo. Casi todos los profetas han sido mantenidos de un modo mecenístico. La frase de Pablo dirigida contra los misioneros gorrones: "quien no trabaja no debe comer", no significa, naturalmente, una afirmación de la "economía", sino sólo el deber de procurarse el sustento, aunque como "profesión accesoria"; pues la parábola propiamente carismática de los "lirios del campo" no debe interpretarse en su sentido literal, sino únicamente en el de la despreocupación por lo que ha de realizarse al día siguiente. Por otra parte, es concebible en el caso de un grupo de discípulos carismáticos de carácter primariamente estético, que valga como norma la relevación de las luchas económicas por limitación de los vocados en sentido auténtico a personas "económicamente independientes" (rentistas; así en el círculo de Stefan George, por lo menos en su primera intención).
5. El carisma es la gran fuerza revolucionaria en las épocas vinculadas a la tradición. A diferencia de la fuerza igualmente revolucionaria de la ratio que, o bien opera desde fuera por transformación de los problemas y circunstancias de la vida -y, por tanto, de modo mediato, cambiando la actitud ante ellos- o bien por intelectualización, el carisma puede ser una renovación desde dentro, que nacida de la indigencia o del entusiasmo, significa una variación de la dirección de la conciencia y de la acción, con reorientación completa de todas las actitudes frente a las formas de vida anteriores o frente al "mundo" en general. En las épocas prerracionalistas tradición y carisma se dividen entre sí la totalidad de las direcciones de orientación de la conducta.